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Camino por Medellín y pienso: aquí nací, este es mi rincón del mundo, mi origen. Hay en mí una sensación de desarraigo, de dolor y angustia, de rabia. Está en mi ADN. Mi familia vivió años turbulentos en los que mataban personas todos los días en cada esquina. Crecí con ese temor, con la sensación permanente de que algo horrible iba a pasar, de que en cada salida había una amenaza. En mi mente la ciudad es peligrosa como premisa para mantenerme en estado de alerta.

Viví entre las rejas de un conjunto residencial, estudié en un colegio privado. Escuché muchas veces las conversaciones de adultos donde hablaban de secuestros, extorsiones, enfrentamientos entre bandas criminales. En un par de ocasiones, cuando salía de mi urbanización muy temprano para el colegio, me tocó ver el carro de la Fiscalía, porque ahí al frente de la portería del que era mi lugar más seguro, habían arrojado un cadáver. No se conversaba mucho al respecto, esas eran las cosas que ocurrían en Medellín y no sé a quién le importaban. Al parecer a nadie.

Descubrí años después otra Medellín. Una que parece ficticia, que tiene tintes de crónicas antiguas, de acontecimientos macabros que solo pueden narrarse desde la lejanía en el tiempo. Una ciudad llena de heridas que sangraba, que se acostumbró al bullicio, a confundir las balas con la pólvora, una ciudad fracturada que algunos disfrazan con falsa alegría y folclor, con adjetivos insultantes que niegan nuestra verdadera piel y estigmatizan lo que somos y romantizan lo que está mal y debería cambiarse. Nos acostumbramos a oír y a repetir como disco rayado: “La ciudad más linda de Colombia, la de la gente resiliente y pujante”. Y ya está.

Medellín me duele y de tanto dolerme me ha dejado de doler. Hace unos días, en un centro comercial, una mujer se me acercó con una sonrisa amable y me preguntó: ¿De 1 a 10 con cuánto calificaría a Medellín como destino turístico? Dije cero. La mujer abrió los ojos con el estupor de una respuesta no calculada y me preguntó ¿En serio, por qué? Por fea, por sucia, por ruidosa, por insegura, por violenta, porque no hay nada para hacer, le dije. Me impactó mi respuesta que salió sin mucho pensarla, pero con el sentimiento intacto de esa Medellín que habito y que me agobia tanto. La mujer me dio las gracias, pero se alejó algo aturdida por mi honestidad.

Esa honestidad que nos ha faltado para crear las conversaciones realmente necesarias para una transformación profunda y sostenible. En la crueldad de los actos que suceden deberíamos encontrar la crudeza y el desparpajo para enfrentarnos a ellos y empezar a cambiar desde la raíz. Para no ocultarlos más y sacarlos a la luz.

Pensé toda la semana en esto y me sentí mal, me arrepentí de mi respuesta. Hasta ayer, cuando leí una noticia de un joven de 23 años que está pudriéndose literalmente en la cárcel de Bellavista, a solo unos kilómetros del barrio en el que vivo donde queda “Una de las calles más cool del mundo”. Este hombre cuyo azar y el nacer en el momento equivocado en un lugar del mundo ingrato para él y con sus posibilidades llegó a la delincuencia, le dieron casa por cárcel, violó su condena y fue herido de bala por un policía que lo perseguía. No sé cuál sea la razón médica, pero sus heridas no sanan y están abiertas. Él permanece acostado en una colchoneta en esa cárcel que es el infierno mismo en la tierra, y es un calvario para él y una molestia injusta también con sus compañeros que manifiestan que el olor de sus heridas es insoportable. Su caso se hizo famoso porque su padre envió una carta que el mismo joven escribió solicitándole al Estado la eutanasia.

Entonces pensé en que no solo habito esta ciudad sino que ella habita en mí con sus tantas y tan distantes realidades. Sé que la crueldad y la infamia son parte de la naturaleza humana y que no solo en Medellín pasan cosas horribles, pero si para algo sirve delimitar los lugares del planeta con nombres y fronteras, con culturas y tradiciones, es para moldear nuestra visión del mundo y la forma como lo observamos. Así que, aunque suene melancólico, no puedo negar que mi mirada siempre esté atravesada por la tristeza que significa vivir con la desigualdad en cada esquina, con la falta de oportunidades que siembra más violencia y con el posterior abandono que se les da a los asuntos que a todos nos afectan y deberían importarnos. La justicia no debería ser solo el medio para encontrar culpables y cumplir sentencias, debería ser también la forma de devolverles la dignidad a quienes la han perdido cometiendo delitos, porque así podemos también dársela a quienes nunca la han tenido. La justicia debería significar también el perdón.

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