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Esta semana, visitando la Universidad de Antioquia, mi Alma Mater, me invadieron sentimientos contradictorios. Cuando estudié allá, los grafitis y los letreros tenían nombres de hombres líderes asesinados, consignas por los desaparecidos, los desplazamientos y todas las consecuencias del conflicto armado. Hoy, en cambio, la universidad tiene otro tipo de consignas -todas verdes, moradas y fucsias- que denuncian abusos, acosos, violaciones y otras prácticas machistas que se enraizaron en los mismos pasillos de nuestra institución. Esta sensación me hizo recordar mis propias violencias. Decido contarles una hoy.
Ariel era el profesor de matemáticas cuando estaba en noveno grado en un colegio en Castilla. Ariel no sólo se dedicaba a enseñarnos números, también se dedicaba a acosar a las y los estudiantes. Él les decía a mis compañeros que ganaban la materia si se besaban con otras compañeras; a ellas les decía no solo lo mismo, sino que les hacía comentarios sobre su cuerpo; a algunas las llegó a tocar y a todas nos llegó a asustar. Yo no fui la excepción, también tuve que ver y vivir sus acosos.
Sin embargo, en mi grupo decidimos no quedarnos callados y comenzamos a insultarlo en los pasillos y, luego de no recibir apoyo del rector, pero sí de algunos docentes, nos fuimos para la Secretaría de Educación e hicimos una acción directa de protesta sin saber qué era. Recuerdo que en la Alcaldía nos preguntaron quién nos ayudó con la carta, pues dudaban que un grupo de estudiantes de los barrios populares escribieran bien. Logramos contar los hechos y concretar una visita en la que nos hicieron encarar al docente, que por supuesto el negó todo; pero fuimos tan obstinados que al paso de algunos meses lo trasladaron a otra institución.
Hoy, luego de 13 años, tengo estudiantes, colegas y amigas que siguen presenciando el abuso y el acoso en las instituciones educativas, en los teatros, las oficinas y las calles de esta ciudad. Todas estas personas,, con mucha rabia y dolor, siguen buscando sanar y hacer justicia, encontrándose con insensibilidad, poca empatía y muy pocas acciones de reparación.
Aunque hoy las situaciones de violencia continúan, algo sí está cambiando: ya no estamos calladas, muchas hemos decidido hablar, llorar, gritar, reunirnos con otras, denunciar, tener acciones directas que, aunque nos cuestionan por la reproducción de violencias estructurales que deseamos romper, no dejan perder de vista la indignación y el dolor que sentimos, pues la impunidad institucional sigue alrededor del 90% en estos casos. Gracias al escrache se ha obligado a las entidades a diseñar protocolos de atención, intensificar la formación y repensar las formas de relacionarnos.
Reconozco todo el caos y los cuestionamientos que esto genera, pero también reconozco el precio que hemos tenido que pagar por nuestros silencios; precios que nuestros cuerpos siguen tramitando, nuestras voces entrecortando y nuestras lágrimas brotando.
Pienso en mi sobrina, mis primas, las hijas que no sé si tendré, mis futuras estudiantes, y solo deseo que ellas vivan una escuela y universidad que les pinte otros relatos pero, especialmente, quiero que nunca vivan nuestras violencias. Por eso sigo gritando, sanando e indignándome; pagando el precio de no asumir el silencio.