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Juana Botero

La otra sangre de la guerra

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Pensamos que somos demasiado distintos porque nos ilusiona creernos únicos y excepcionales. Y aunque seguro no hay dos como usted ni como yo, es igualmente cierto que no son tantas las cosas que nos separan.

Lo comprobé esta semana. Conocí un Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR), es decir: una vereda en la que viven los y las excombatientes de las FARC, sus familias y una comunidad campesina que ya estaba allí cuando éstos llegaron.

Estando en ese lugar lejano entre montañas supe que había algo que me conectaba con las mujeres reincorporadas: nuestra menstruación. Yo, que nos creía diferentes, pude conversar con ellas sobre nuestras vivencias menstruales, tan distintas, tan iguales.

Hicimos un círculo de mujeres sentadas en el piso, la mayoría nos quitamos los zapatos simbolizando apertura y confianza. En el centro había un tapete en forma de mandala, flores, velas y nada más. Cada una tenía un palito de paleta, lana de colores y disposición para tejer la palabra, mientras con los materiales hacíamos una muñeca o por lo menos, lo intentábamos.

Empezamos el ritual con un ejercicio de meditación guiado en el que, con algo de ingenuidad pero con confianza, en su imaginación, las invité a cerrar los ojos para que caminaran por un bosque, percibieran las sensaciones y entraran en una cueva donde una vieja sabia les entregaría un objeto. Siempre funciona esta meditación en los círculos de mujeres, pero en este caso no fue así; ninguna de ellas quiso imaginar la cueva. No es que no hubieran podido meditar, que sería lo que en principio uno creería, solo no quisieron ir allá. Inicialmente no supe por qué pero, decididamente, ellas no entraron en ese lugar.

Para no quedarnos en las razones de su resistencia a la oscuridad, seguimos y conversamos sobre menstruación, de la primera vez que nos llegó, lo que usamos y sentimos en esos días, sobre remedios ancestrales, trapitos que reemplazan las toallas, cólicos, canela y manzanilla para remediarlos.

Así, despacio y con algo más de intimidad entre desconocidas, se abrió un espacio entre nosotras, empezaron a hablar sobre cómo se menstrúa en la guerra, que todo lo deshace, pero no la menstruación; algo tan simple y obvio que se nos pasa por alto. Contaban cómo en medio de los dolores menstruales, debían continuar escalando, caminando por la selva, trochando y trabajando. Hablaron de sus hermanos, de sus abuelas, de sus hijas. Porque cuando las mujeres hablamos de nuestra sangre, hay un portal que se abre y los temas más íntimos aparecen.

Conversamos sobre la intuición. La que todas tenemos, pero que intuye cosas distintas. Una de ellas nos compartió sobre cómo intuía en la guerra. Olga, una mujer escolta y aparentemente ruda, suavizó la mirada y narró que ella sabía y sentía como “una sensación en el pecho que no puedo explicar” cuándo a sus compañeros de campamento “algo” les iba a pasar y efectivamente “algo” pasaba.

Fue increíble, porque yo intuyo nimiedades: que voy a dejar la ventana abierta y va a llover, o que un man no me conviene, o que debo tomar otra calle, pero ella intuía sobre la vida y la muerte. Al final, las dos intuimos lo que en nuestro contexto necesita ser intuido.

Con ellas pude ser testigo de que nos une la sangre, el útero, la intuición y la tierra; que ser mujer es un poder enorme, en la guerra y en la paz; que hay otra sangre de la guerra de la que poco se habla, la de las mujeres combatientes, esa que también se derrama sobre sus calzones y que deben gestionar cruzando ríos mientras sus uniformes se mojan.

Encontrar algo tan similar entre nuestras compañeras es excepcional. Podemos estar en orillas políticas distintas, ser de diferentes condiciones socioeconómicas, ser blancas o negras, solteras o viudas, homosexuales o heterosexuales, civiles o excombatiente, y todas menstruamos.

Saberlo sirve para reconocernos, pero también nos ayuda a conversar, darnos consejos, contarnos historias, revelar nuestro ser íntimo, exponernos completamente.

La menstruación es un tema portal, una vez se abre, hay magia y se entra al mundo de la confianza y la intimidad. Al entrar en este lugar, dos seres pueden terminar conversando sobre su sexualidad, relaciones afectivas, temores sobre el cuerpo, complejos, la vida, la muerte y la guerra. Este portal abre las emociones, expone el corazón, revuelca las tripas y nos hace mirarnos a los ojos.  

No es menor que la gente se encuentre así; algo nos enseña. Algo curioso hay en ese lugar al que se accede con esa llave. Me pregunto qué otras llaves tenemos y si es posible abrir esa puerta de lo que nos une con algo más. Por ahora, no conozco muchas llaves que abran corazones y derrumben fronteras con esta potencia.

Si el hecho de ser humanos no logra unirnos, hay que explorar más, apretar, desmenuzar, buscar la sustancia. Ojalá que solo tener sangre- y no me refiero a la menstrual- fuera suficiente para vernos y sentarnos entre distintos para solucionar diferencias. Que ya suficiente sangre se ha derramado.

Somos tan parecidos en esencia, nos pasan situaciones tan similares, nos angustian cosas idénticas y nos impulsan los mismos anhelos. Todos tenemos linaje y, sin excepción, debemos comer, dormir y respirar; todos fuimos niños y todos vamos a morir, entonces ¿qué pasa que no podemos encontramos?

Yo sueño un mundo que hable como dos personas que tienen útero hablan de menstruación. Un mundo que se reconoce en el otro, que ve su semejanzas antes que su diferencias.

Después de dos horas en círculo, cuando las velas ya se habían apagado y las muñecas de palos y lana estaban listas, cada una contó lo que simbolizaba esa pequeña obra de arte hecha en circulo de palabra.  

Al final supe sobre la resistencia a la cueva:  “Me recuerda la cárcel”, dijo una.

“Me hace pensar en los calabozos que me metieron en cárceles de hombres”, contaba Erika. «No me gusta porque en la selva nunca había oscuridad, siempre hay campos abiertos”, dijo otra.

Aprendí que no siempre hay que ir a las cuevas y que fuera de ellas está la libertad.

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