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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: made in Corea

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Sucumbí en pandemia. Luego me creí curada, pero he vuelto a caer. Las series surcoreanas me tienen obsesionada. Y lo sé: sé que esa estética tan bien cuidada, en la que abundan pieles preciosas y peinados impecables, no es ingenua. Hay detrás un aparato ideológico tan perfecto que recurre a la sutileza, pues, en este ámbito, no necesita gritar para imponerse.

La explosión de estas series está lejos de ser una coincidencia. Aquí el azar no tiene cabida. Soy atrevida y mal pensada, pero un mínimo conocimiento de cómo funcionan los medios de comunicación me ayuda a darme cuenta de que la intención de esa industria es mostrarle al mundo una Corea amable y de vanguardia. Exponen una delicada mezcla entre el respeto por la tradición y la apertura ante nuevas formas, globales, de relacionamiento.

Ahora, ese elegante entramado ideológico, se expresa de maneras variadas y las formas, lo saben bien, son fundamentales. La producción es, casi siempre, impecable. La iluminación y los escenarios se convierten también en personajes. El sonido acompaña el tránsito entre lo patrimonial y la ciudad globalizada. Hacen del país un relato, más que parte de la trama.

La relación con la comida es un tema recurrente cuando se habla de estas series. Los planos cerrados y lentos logran el propósito: el espectador termina antojadísimo de esos alimentos con nombres raros. Enfatizan en que la alimentación es un ritual de conexión placentera. Y aquí, precisamente, otro elemento que para los televidentes de este lado del mundo es muy distinto: son muy pocas las escenas de actividades sexuales, solo besos medio tímidos y coqueteos discretos. Parece que sacan el placer de los sexual y lo transfieren a lo sensual, a los sentidos.

Lo que se percibe es una sociedad con costumbres machistas arraigadas y con estándares de belleza muy estrictos. Sin embargo, en las historias tuercen la tuerca y les dan prevalencia a mujeres con mucha potencia, talentosas, con éxito laboral y capaces de lidiar con los problemas del mundo moderno. Es muy recurrente, en esa narrativa, que las mujeres “mayores”se enamoren de hombres más jóvenes o que las madres dejen a los hijos al cuidado del padre.

Insisto en que es imposible analizar este fenómeno sin pensar en el entramado que lo soporta y en la mega industria que crece vertiginosamente de cuenta de hacer lo que a todos nos gusta: contar historias conmovedoras de maneras bellas y armoniosas, con drama y llanto, claro, sin dejar elementos en el descuido. Recurren a la estructura narrativa clásica, incluso llegan a ser historias repetitivas, pero nos cautivan con expresiones básicas de la condición humana: cuidado, afecto, ritos, explosión de sentidos.

Eso, tal vez, es lo que más llama la atención en este lado del mundo. Son narrativas a las que nosotros no estamos acostumbrados. Es muy difícil imaginarse una historia en la que la vida de los personajes transcurre sin balaceras, sin narcos; sin lógicas y estéticas mafiosas. Como si para nuestra generación fuera muy exótico el cuidado del otro en el buen trato, el cumplimiento de la palabra, el honor en la confianza.

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