De reinas y ¿finales felices?

De reinas y ¿finales felices?

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Hace mucho, mucho tiempo -cómo empiezan todos los cuentos de hadas-, nació una niña noble, en el continente de los fulminados celtas, druidas y magos. Un lugar que había sido desencantado y dominado por hombres y monarcas que odiaban el amor, la magia y la imaginación. Los cristianos anglicanos, que aparentemente rompieron tantas reglas, fueron los verdugos del encanto del Reino Unido. Con cristos y espadas, le dieron nacimiento a un Reino que ha sido disputado, separado y herido, que ha sangrado. Ese Reino fue el que vio nacer a Isabel, la niña de la historia.

Isabel nació siendo relativamente normal. En una familia noble, sí, pero que no debía cargar el peso de la corona. Era su tío Eduardo quien debía llevar el yugo del monarca, pero el enamorado y valiente pariente, renunció a la maldición que, como todas, se rompe con un beso de la amada.

Así que, por maldiciones, abdicaciones, muertes y amores castigados, a esta pequeña, convertida en jovenzuela y aún sin experiencia, la maldijeron los vientos del patriarcado. Debió reemplazar a su padre, que tuvo que ser Rey, cuando este murió.

La maldición consistía en darle lujos, poder, oro, castillos, perlas y viajes a cambio de su alma. Los monarcas deben aprisionarla en tradiciones, cargas y rigidez. Se trata de encerrar en oro a un alma que, como todas, debió ser libre.

Para sellar el pacto se suele hacer un ritual, uno que es, cuando menos, espectacular y excéntrico. Paran a un a país completo y cierran cientos de calles para que pase una procesión. En ella, el elegido o la elegida hacen un corto pero ostentoso recorrido, en carrozas o a caballo, hasta la Abadía de Westminster. Adentro, sentados en una silla en el centro del lugar, para que la vean todos (como un castigo) les ponen a los herederos las llamadas “joyas de la corona”. Es un acto solemne y casi triste, si no fuera por los “fans” que hacen jolgorio afuera de la Abadía, donde se promete encerrar el alma y trabajar con todas las fuerzas del corazón para que los demás también lo hagan y, que así, todos juntos, logremos ser lo más serios y autoexigidos que podamos.

A la joven de la que hablamos le tocó ser protagonista de este espectáculo hace casi un siglo.

Pero, para hacer corta una historia larga, después de ser coronada, a esta niña le tocaba cumplir con la promesa y REINAR. Es decir, mantener la estabilidad de las maldiciones anteriores, para que todos se identifiquen con ellas y que no vayan, por nada del mundo, a recordar la tierra mágica de dónde vienen. Parece que lo hizo, cumplió la promesa. Después de arduo trabajo, a sus 96 años, murió la Reina Isabel II. La maldición más larga de la historia, cuentan las Druidas de Stone Age. Pero, como no hay mal que dure cien años, por fin pudo descansar, porque es cierto eso de que las historias de princesas tienen siempre un final feliz.

Ellos, los monarcas, son el mejor cuento vivo de un pueblo. Son algo así como una miniatura en la que se puede comprender por medio de una familia a las demás familias y a su tradición. Se puede leer su vida en pintorescas revistas (¡Hola¡, Time, Royal Life, Cosmopolitan y otras), en las que cuentan de sus tránsitos, preguntas, rebeldías, bailes, banquetes, aspiraciones, amoríos, muertes, asesinatos, silencios, poderes, manipulaciones y sueños.

Son tan normales y anormales, que es fascinante. Las familias reales son como el museo de la familia. Viven para ser vistas por los demás. Un gran show. Son el símbolo del paso del tiempo.

Por eso, con la muerte de la Reina Isabel II de Inglaterra, se demuestra una vez más que esta era empieza a terminar. Muere la última Reina, hija de dos guerras mundiales, del atentado a las torres gemelas, de una pandemia mundial y de la conquista a la luna.

Muere una monarca que mantuvo el patriarcado en cabeza de una mujer. No creo que haya sido por gusto, porque era culta y sabia. Pero tenía una promesa, no lo olvidemos. Por ella tuvo que castigar a su nieto que se enamoró de una mujer que no es noble, ni blanca. Por ella, no pudo aceptar que su hijo mayor se casara con una mujer que no era virgen y, por ella participó de guerras. Es decir, hizo todo lo patriarcal.

También fue parte del tránsito hacia esta nueva era.  Fue la Reina consejera de Churchill para terminar con una guerra absurda. Aceptó después a su nuera consorte.

Murió cerca de su nieto casado con una mujer mestiza y actriz. Esa niña trató de librarse de su maldición y buscar su alma. No sé si al final lo logró. Pero, tal vez la sabiduría de vivir casi un siglo, la mantuvo serena en tiempos machistas y bélicos.

Con su muerte, algo muere también en las tradiciones. Y aunque ya todos sabemos que los tiempos están cambiando, la Realeza, hace eso: REALza lo que somos. Y se está realzando que el amor no tiene que ser miserable y conveniente, que somos diversos, que los mayores tienen sabiduría y que las guerras pueden terminar.

Es posible que vuelva la magia, el amor y la naturaleza, pero también podríamos dejar pasar la oportunidad del tránsito y mantenerlo todo igual. Yo confió en que no la dejaremos pasar y que podremos sembrar nuevas semillas y engrandecer las pocas pero importantes decisiones que intentó tomar esta Reina.

No sé si deban terminar las monarquías, lo que sí creo es que deben mutar los valores que sostienen. Porque ya muy pocos quieren que sean estables la segregación, la inflexibilidad, las armas, el clasismo, el machismo y la vulgar excentricidad. No es un asunto de ingleses, sino de humanidad.

Estamos cambiando, y lo que decidamos que se REAlce, con monarquías o con series de televisión, debe ser distinto, algo que se parezca más a quienes somos.

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