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Juan Felipe Gaviria

Aprendizajes de un primer amor

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Me he enamorado una vez en mi vida. Y antes de seguir escribiendo, clavaré una estocada ante el tiempo: entre más viva, más me reiré de este artículo. Porque quizá solo así, con la excusa de burla premonitoria, me deje escribirlo tranquilo. Porque es un tema miedoso. Demasiado apasionado. Que si no dejas que pase el tiempo que requiere la vida, evoca un dolor incomprensible. Porque si hay algo ilusorio, estúpido y cómico, es el comportamiento humano bajo el hechizo del amor.

Pero hoy, ya alejado por el tiempo de esa pócima, por fin puedo voltearme y pensar sobre lo que fue y lo que me regaló. Porque, como parecido a lo que mencioné en Filtros de vida, nada como él afecta lo más elemental de las vidas: “nuestra manera de dilucidar el mundo”. Y a mí, un miope empedernido, que vive sin gafas ni lentes y ha aprendido a resignarse a una realidad borrosa, me distorsionó la manera de ver nuestra vida por los dos años que me duró su atracción. Aún más que estos lentes inútiles que me regaló la naturaleza.

Nací y viví en una casa donde lo único que nunca faltó fue el amor. Donde mis papás, mientras estuvieron juntos, compartieron un amor visible, casi infinito y hermoso. En una casa donde el amor, aunque llegó a su fin, nunca pareció una mentira o una ilusión. Hoy lo pienso como una etapa. Como los motilados desacertados, que parecen perfectos en su concepción. Que tienen su lugar, pero que no son eternos. Quizá algo así fue el amor de mis papás. Yo base mi manera de amar en la de ellos. Un derroche sin cuidado y con confianza a la persona que se lo regalé. Por lo menos así lo sentí yo. Pero me demoré en darme cuenta de que todos los amores no son iguales, y basarme en la historia que mejor conocía se llevó la autenticidad que cargan las nuevas posibilidades.

Y fue con esa visión que llené de mañezadas y deseos de eternidad. Me empezó a estorbar la individualidad y me resigné a los gustos estúpidos y fútiles del presente. Donde ya gastar el tiempo en banalidades como dormir y respirar me parecía irresponsable y cortoplacista. Porque parecí llegar una respuesta clara a la felicidad: un pavoroso convencimiento de que en ella yacía y terminaba la vida. Se me olvidó ser yo. Se me olvidó lo que me gustaba y quien en verdad era. Opté por una comodidad en ella, en vez de pararle bolas a mis ganas de vivir mientras estuvimos juntos. Ella nunca me lo pidió, nunca lo mencionó. Fue mi convencimiento que todos los huevos iban bien en su canasta lo que me llevó a ello de manera inconsciente.

Y fue recordando eso que se me instaló mi primera promesa para el momento que vuelva a amar: no pararé de ser yo. Y para los que ya están al otro lado de esta cerca, debe ser divertido ver a aquellos que no han encontrado amores que saquen la mejor versión de ellos mismos. Pero a este terrenal, todavía no le ha tocado. Y será cuando aprenda que el amor no empieza ni termina en ella ni él, pero en uno, que podré amar tranquilo. Y aunque tuve la fortaleza de poner de primero mi educación y mis deseos de vivir afuera, no la tuve cuando quería hacer esto o aquello, o cuando mi mente se cerraba a temas que eran tabú o inaceptables en la mente de ella. Pero no en la mía.

Y es una conclusión fácil, que no se asimila a la complejidad de las columnas de Pablo Múnera. Pero es algo de lo que estoy convencido es casi imposible aplicar sin una experiencia que te lo demuestre. Porque todavía no he encontrado un sentimiento mejor al amor. Por ahora estoy convencido que es lo mejor que podemos hacer con nuestros segundos. Amar y ser amado. Sin límites. Pero precisamente, es tan increíble que es casi imposible saberlo hacer bien. Sin que te cueste mucho, hasta saber quién eres, en su embriaguez de pasión. Y eso me enseñó mi primer amor.

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