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Pablo Múnera

Voto consciente versus dictaduras

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"Por todo lo expuesto en esta columna y a diferencia de casi todos mis amigos y familiares, no le temo a Petro, pero no me genera confianza personal y sí me inquieta un gobierno suyo, aunque claramente hay otro posible gobernante y gobierno que me preocupa más."

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Ad portar de elegir a nuestro “primer mandatario” los colombianos no sólo apostamos por un presidente, sino también por su gobierno, su gobernabilidad y hasta por un proyecto de país. De ahí la importancia de votar con la mayor consciencia posible, aun sabiendo que el voto es una expresión mínima de democracia.

Tal aclaración sería innecesaria si no fuera por la acentuada tendencia mesiánica y caudillista de nuestros gobernantes, a lo que la mayoría de los candidatos actuales también son proclives. Aunque esto de por sí es preocupante, se torna en peligroso cuando nosotros como ciudadanos, con mayor o menor consciencia, lo consentimos y hasta lo promovemos. Y además de peligroso es triste cuando nuestros niños y adolescentes prefieren gobiernos autoritarios a democráticos, como veremos más adelante. Vamos por partes.

La concentración del gobierno en un presidente y la subordinación de los otros poderes al ejecutivo es la vía más expedita al totalitarismo, la tiranía y la dictadura, o lo que es lo mismo, al fin de la democracia y el mejor motor de la corrupción, por su inexorable conexión con el poder. Como bien lo planteó el historiador británico John Dalkberg “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Esta forma de gobierno ha sido sustentada y justificada por diversos autores, siendo el más relevante Thomas Hobbes, quien partía de que el ser humano era naturalmente egoísta y un lobo para sus congéneres, por lo cual era necesario un gobierno todopoderoso y de mano recia que garantizara el orden social a través de la seguridad.

Esta doctrina, que está en el centro de la ideología de derecha y ha marcado parte de nuestra conflictiva historia, le ha permitido a no pocos gobiernos justificar excesos y arbitrariedades en el uso de la fuerza, argumentando, sin vergüenza, que es el precio a pagar por una “paz” construida a sangre y bala, y por tanto siempre pasajera.  

Más viable y más vivible sería nuestra sociedad si nuestras relaciones humanas estuvieran basadas en la justicia y la fraternidad, o, como plantaba el filósofo judío Isaiah Berlin, si hubiéramos puesto o promovido a la solidaridad y no a la seguridad como base de nuestras relaciones sociales.

Lo más peligroso y doloroso de todo esto es que esta concepción represiva del gobierno ya hace parte de la mentalidad de nuestros jóvenes. En el Estudio internacional sobre educación cívica y ciudadana, realizado por la Asociación Internacional para la Evaluación del Logro Educativo (IEA) en 2016 y con jóvenes de 14 años que cursaban el grado octavo, el 73% de los adolescentes colombianos estuvieron de acuerdo con los gobiernos autoritarios, pues suponían que generan un impacto positivo en el orden y la seguridad. La mitad de ellos también se declararon partidarios de “cerrar los medios de comunicación que critiquen al presidente”, independiente del partido o la ideología del mandatario.

A la luz de estos datos y de los hechos que a diario los reafirman, no es tremendista concluir que Colombia cada vez está más cerca de una dictadura de facto, así continuemos presumiendo de tener “la democracia más estable de América Latina”, aunque, vaya paradoja, vivamos avergonzados de casi todos nuestros expresidentes. Nuestra democracia cada vez es más de papel y hace rato que está ardiendo. Para los que creen que la amenaza de una dictadura es solo Petro, no está de más recordarles que nunca hemos tenido un presidente de izquierda.

De vuelta al inicio, el devaluado voto cobra valor si se hace de manera consciente. Votamos por un candidato, su personalidad, su ideología, su pasado, etc. Pero también lo hacemos o debemos hacer por su posible gobierno, que implica el plan de gobierno o proyecto de país, las personas de las que estaría rodeado y sus aliados, entre otros aspectos.

Adicionalmente, es necesario considerar la correlación de fuerzas entre las que gobernaría, su gobernabilidad: ¿qué personas, partidos, movimientos y grupos de interés tiene a favor y en contra para que pueda hacer realidad sus propuestas de gobierno?, ¿cómo es la relación con los poderes legislativo (el congreso) y judicial, así como con los organismos de control y entidades o instituciones “independientes” como el Banco de la República? Puede que uno de estos factores sea suficiente para tomar la decisión de voto, pero sería bueno considerar otros de estos o incluso más.

Podemos, por ejemplo, tener al mejor candidato, pero sin un plan de gobierno pertinente que atienda las principales necesidades de los colombianos, sería votar por el fracaso del gobierno. O, al contrario, tener un plan que atine a solucionar nuestros principales males, pero dirigido por una persona o un equipo que traicionen ese proyecto o que no generen confianza en las personas y las instituciones, no es viable, porque no tendría gobernabilidad. En ambos casos llevaríamos al país borde del desbarrancadero, si no es que lo echamos a perder del todo.

Podríamos enunciar muchos otros aspectos y combinaciones entre ellos, pero estos son suficientes para dimensionar lo que implica un voto consciente, que en medio de las limitaciones de una democracia representativa, puede ser nuestro aporte como ciudadanos para preservar, restaurar o fortalecer nuestra resquebrajada democracia y frenar la tendencia en picada a una dictadura, sea de derecha o de izquierda.  

P.D. Por todo lo expuesto en esta columna y a diferencia de casi todos mis amigos y familiares, no le temo a Petro, pero no me genera confianza personal y sí me inquieta un gobierno suyo, aunque claramente hay otro posible gobernante y gobierno que me preocupa más.

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