No apta para señoritas: las piedades

No apta para señoritas: las piedades

“Lo terrible es el borde, no el abismo”.

Piedad Bonnett

Volví a Piedad Bonnett con la disculpa de preparar la clase de literatura. Quería presentar a una escritora colombiana, aunque, sobre todo, la intención era hablar de una diosa de mi propio Olimpo. La disculpa salió relativamente bien, sin embargo, más allá de la ocasión, Piedad se ubicó, frente a mí, con un aire distinto. Dicen los románticos de la literatura que uno no escoge los libros ni los autores. Que ellos llegan (o vuelven) a uno en el momento que corresponde. Por lo pronto, me adhiero a esa idea.

Preguntar por “la piedad” me abrió más dudas. De alguna manera, aparecieron piezas sueltas de forma interrogativa. ¿Qué es la piedad, más allá de la virtud religiosa?, ¿otras religiones usan este término o alguno parecido?, ¿a qué aluden los íconos que la representan? Preguntas como estas parecen inconexas, pero el nodo es Piedad Bonnett y la historia que narra en “Lo que no tiene nombre”.

En “La Piedad” de Miguel Ángel, María recibe en el regazo el cuerpo de su hijo, bajado de la cruz. La figura de la madre no expresa sufrimiento. Más bien, dicen los críticos de arte, parece mostrar un rostro que contempla y medita. Tal vez, esa madre sabía del destino cruel que le esperaba al hijo y se abandona con fe a la certeza de que la vida de este no acabó, por el contrario, empezará.

Supongo que los padres de Piedad Bonnett no avizoraron al bautizar así a la recién nacida que luego, adulta, su hija viviría en carne propia “lo que no tiene nombre”. Piedad escribe la historia del suicidio de su hijo con tal altura que las bases de ese impulso tienen que ser la dignidad y el amor. No hace de la tragedia un show; al contrario, como lo ha dicho en diversas entrevistas, les da voz a otros y asume su propia historia como una posibilidad para llamar la atención sobre un sistema médico precario y dañino. No cae, nunca, en sentimentalismos. Con maestría, convierte sus entrañas en palabras y narra su historia de duelo con elegancia y suma belleza. Aquí, elige la literatura sobre la poesía porque conoce los riesgos emocionales que cada una depara. Esta madre también intuye el sino de su hijo y confía en que, al escribir, de alguna manera, Daniel volverá a la vida.

Es entonces en este cruce de Piedades donde descansa otra señal. Piedad, en su etimología, abraza una característica: la amabilidad. Ambas madres asumieron la pérdida de sus hijos con la entereza que da el amor. Sabían que no podían evitar el sufrimiento de esos amados, pero tuvieron la sabiduría para acompañarlos piadosamente.

Piedad Bonnett, insisto, ahora se me presenta distinta. Es una guía para enfocar asuntos que, eventualmente, pierden nitidez. En la relación con aquellos que padecen condiciones mentales de depresión y ansiedad -u otras-, los compañeros también requieren atención. Es decir, no solo sufre quien vive la condición o enfermedad; padecen, de su mano, quienes aman a aquellos y para quienes la vida también se suspende en medio de cada crisis. No saber qué hacer, no saber hasta dónde acompañar o en qué punto “exigir”. Esto, sumando al silencio que aún acompaña tales realidades: la decisión de no hablar de la enfermedad mental o del suicidio, como si callarlos fuera suficiente para evitarlos. La información médica no es suficiente, los diagnósticos pueden ser apresurados o equivocados y, en consecuencia, la medicina también implica un riesgo (a veces necesaria, sin duda, pero otras veces, variable que empeora la situación). Entonces, la condición mental de alguno atañe a la familia, a los amigos más cercanos, a la pareja. Hablar de ello, hacer explícitos los síntomas y los temores; preguntar, usar palabras, hacer terapia. Reconocer, sin vergüenza, que todos somos vulnerables, y que no solo la genética influye, sino también las condiciones del entorno.

Surge entonces la otra reflexión que delimita Piedad: aprender a acompañar. Hacerlo con serenidad requiere de esfuerzos contundentes y de sabiduría para discernir, fundados en la reflexión permanente, en la búsqueda y depuración de información científica y, también, en la palabra. Asimilar los silencios sin juzgar; estirar los márgenes de la comprensión y, en últimas, asumir los sentimientos propios y ajenos con piedad.  

Colofón: Piedad Bonnett no admitiría saberse diosa de ningún Olimpo. Esa licencia de ubicarla ahí me la doy yo.

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