No hace falta ser neurólogo ni psiquiatra, para entender el asombroso número de sustancias, o actividades, a las que el ser humano puede ser adicto. Es un proceso natural en el que el cerebro premia a las personas según diferentes acciones. En principio, estas acciones deberían relacionarse con la supervivencia, por lo que las mayores recompensas deberían llegar al comer, beber, tener sexo, o criar hijos (la supervivencia de los hijos es la continuidad de los genes propios, fin último de la vida). Pero no siempre es así: hay sustancias que llegan al cerebro y producen placer, hay actividades que también desencadenan recompensas por parte del trabajo, como el juego, los videojuegos, las redes sociales, y la pornografía. Porque se siente bien, el cerebro lo busca. No le importa si es bueno, malo, legal, o ilegal. Lo que importa es la recompensa, y ese mecanismo siempre puede desorganizarse. Si el gobierno trata de arreglarlo a la fuerza, termina por empeorarlo todo.
El objetivo de este texto no es explicar por qué surgen las adicciones, sino tratar de levantar prejuicios, pues los políticos, y la sociedad en general, siempre tan ignorantes y desinformados, toman decisiones erróneas, pensando en las adicciones como un fallo moral de las personas, y no como un fenómeno natural y ampliamente conocido, frente al cual deberíamos permanecer vigilantes, a veces duros, otras veces “licenciosos”, pero casi siempre, compasivos.
El caso más visible de adicciones con mala reputación es el consumo de drogas, y entre ellas, la que más destaca es la cocaína. La cocaína es una sustancia con alto poder adictivo, pero eso es lo de menos. Para el científico social, lo más llamativo debe ser la violencia desatada por el tráfico ilegal de cocaína (fue legal hace muchos años, y en aquel entonces su comercio era pacífico y controlado por farmacéuticas). La cocaína es la reina de las rentas ilegales, y los países involucrados en su producción y transporte han visto sus instituciones secuestradas por las poderosísimas mafias que de ella se financian. La solución planteada ha sido “legalizar”, es decir, levantar el castigo y la represión para productores, distribuidores y consumidores. Esta solución, se dice, ayudaría a combatir las mafias, y a llevar tratamiento a las personas que lo quieran.
La palabra “legalización” no es incorrecta, pero es pobre. Regulación es mucho mejor. El caso de los opioides así lo muestra.
Durante años en Estados Unidos ha arreciado la epidemia de los opioides, drogas que como su nombre indica, se derivan del opio, y por razones institucionales (mejor dicho, fracasos), se volvieron parte de la vida cotidiana de multitudes de norteamericanos. Grandes empresas farmacéuticas, entre las que se destaca Purdue Pharma, promovieron el consumo de opioides en la población, dando bonificaciones a vendedores y médicos que los recetaran. El resultado fue catastrófico: personas que iniciaban un tratamiento por un tema menor, como una fractura de pierna o brazo, luego terminaban enganchados al opioide, que seguían buscando después de concluir su tratamiento, y que cuando no lo había en el mercado negro, pues compraban heroína, casi toda de Afganistán. Es una gran ironía que los americanos perdieron la guerra contra los talibanes en Afganistán, y la guerra contra los opioides y la heroína en casa.
La familia dueña de Purdue Pharma, los Sackler, ya han surtido varios procesos legales en contra, y les faltan mucho más (así ellos busquen blindarse jurídicamente). Su caso pone de relieve que, frente a drogas, el mejor enfoque no es “legalizar” o “prohibir”, sino regular. El desastre de los opioides, para muchos efectos peor para la salud pública que el consumo de cannabis o cocaína (por el número de sobredosis), se desenvolvió completamente bajo la luz de la institucionalidad. A pesar de ser “legales”, estas drogas eran de alta peligrosidad (como si lo uno tuviera que ver con lo otro), y numerosas alarmas fueron ignoradas, solo para despertar luego a la triste realidad de un país enganchado a las mil y una formas del opio.
La regulación brilló por su ausencia. Primero, los reguladores nunca debieron permitir que una sustancia de tan alto poder adictivo fuera manejada a la ligera y entregada con tanta negligencia a los pacientes. Una vez estos estaban enganchados, se debió buscar una solución pragmática y permanente para los afectados, en vez de empujarlos al mercado negro de opioides, o incluso peor, al de heroína, con el riesgo que asumían de consumir drogas de baja calidad o ser perseguidos por la policía. También se ha demorado mucho la aceptación de esta realidad, y así dotar a los profesionales de salud con los elementos para responder a una sobredosis de opioides. Finalmente, las ingentes utilidades de la familia Sackler debieron haber sido controladas, pues las necesidades de salud pública que afrontaba Estados Unidos en la época de su auge no se correspondían con el crecimiento en las ventas de Oxycontin, una droga cuya producción jamás debió haber salido de la atención de las autoridades: ¿por qué se multiplican las utilidades originadas en un medicamento cuyo uso en principio no debería ser la opción predilecta?
Entonces, los Estados deberían anticipar muchas cosas: que cualquier sustancia psicoactiva tiene potencialmente un uso recreativo. Para aquellas sustancias en las que ya se materializó un mercado para uso recreativo, hay que regular, buscando la disminución de la violencia, controlar la calidad para garantizar la seguridad del consumidor, y evitar la propagación a los ciudadanos que no consumen, mediante educación y prevención. Pero hay sustancias potencialmente adictivas, de uso terapéutico, que pueden constituirse en mercados lucrativos para privados. Esto también hay que evitarlo, y ponerle coto, antes de que enganchen a los ciudadanos y estos terminen buscando un sucedáneo en el mercado ilegal. Y así, va tocando legislar.