Se escribe y se habla mucho sobre liderazgo en el ámbito empresarial. Todos los días se dictan conferencias, se publican libros con recetas casi mágicas que, incluso, llegan a ser Best Sellers y abundan los coaches que los grandes empresarios contratan para mejorar sus habilidades de liderazgo dentro de sus organizaciones. Pero me ha sorprende lo poco que se habla del liderazgo en el mundo de lo político y lo público. Se asume, con ligereza, que el político por definición es un líder nato y que lo único por aprender y mejorar, quizá, son sus estrategias de marketing y comunicación para conseguir más votos o para mantener su posición de poder mientras gobierna. A mi pesar, es en la política -en nuestra política- donde más se carecen las virtudes de liderazgo. Tenemos muchos políticos, gobernantes y administradores, pero pocos líderes.
Y es que el liderazgo va más allá de representar una equis cantidad de votos o de ostentar una dignidad que trae consigo cierto poder. Nuestro actual presidente de la república es un ejemplo de gobernante, un político y un administrador sin liderazgo, sin capacidad de liderar si quiera, el sentimiento del partido que lo llevó al poder.
El liderazgo tiene intrínseco un carisma que el afamado sociólogo Max Weber ha denominado como “un don sobrenatural”. Un don distintivo de pocas personas que son capaces de interpretar los sentimientos colectivos y sintetizar, como la luz de un láser, la energía de sus liderados en palabras y acciones. El liderazgo no sólo convoca, también emociona. Se conecta con el alma de sus liderados y la interpreta.
Esta explicación de lo que implica el liderazgo suele ser vista como la descripción de un caudillo. ¡pero es que un caudillo es un líder nato! Sin embargo, en el mundo actual, la esencia de esos atributos se manifiesta de muchas formas necesarias: liderazgos sensibles que planteen visiones de futuro, que dirijan una inteligencia colectiva para resolver problemas, que generen la confianza suficiente para convocar, incluso, a sus diferentes. Liderazgos que inspiran a otros liderazgos y que entiendan que su misión es el abandono del mesianismo que hacen que lo que lideran dependa de éstos.
No son líderes quienes consiguen muchos votos. Serán, quizás, buenos administradores de la empresa que hemos convertido a la democracia. Tampoco se puede llamar líder quien cimiente su liderazgo en la división y en la arrogancia de la competencia.
En el actual escenario político que vive el país, pocos se distinguen como líderes que dignifiquen las virtudes mencionadas. En Medellín, casi ninguno está a la altura del liderazgo que necesita la situación que vivimos. La ciudad, como dice Jorge Giraldo, sigue huérfana de un liderazgo previsible que dirija el frente común para construir el futuro que añoramos.
Nuestra sociedad le urgen más liderazgos que expurguen la frialdad del gerencialismo, los ánimos mesiánicos de los gobernantes y la arrogancia y el cálculo de los políticos. Necesitamos más lideres con el don sobrenatural del carisma weberiano.