Soy abogada (o casi abogada). Durante la carrera me enseñaron exhaustivamente a prestar atención al detalle. La ausencia de una coma o una tilde iban restando un 0.1 a la nota final, no cerrar una comilla era casi tan grave como cometer un crimen y un error grave de ortografía era un riesgo de infarto para el profesor. Cuando llegué a hacer mi práctica profesional, me ponían a revisar minuciosamente contratos. “Ojo con esa cláusula compromisoria”, me decía mi jefa. “Espero tus comentarios del contrato”, me repetía cuando pasaba por mi puesto. Y yo, primípara e inocente, con la meta de que TENÍA que comentar algo, repasaba esas páginas perfectamente escritas y redactaba cualquier cosa que me hiciera sonar medianamente inteligente para cumplir con la tarea que me habían puesto.
A veces, me sentía inútil buscando grietas en dónde no las había, pero decir que el contrato estaba perfecto así, no era posible. Mis incentivos estaban puestos en tener siempre una corrección para hacer, algo para decir. En “prestar atención al detalle” cómo me decían en la universidad. Hacer nada más que un par de comentarios representaba un “trabajo pobre pero honrado”, como me dijo alguna vez un profesor.
Nunca me enseñaron algo valiosísimo: dejar de hacer. Hay un elemento de engaño asociado con el intervencionismo, que se acelera en una sociedad profesionalizada. Es mucho más fácil vender “mira lo que hice” que “mira lo que dejé de hacer”. Probablemente a veces hubiera generado más valor que aprobara un contrato perfectamente escrito; rápido, a que lo hubiera represado en mi escritorio buscando algo que decir.
En medicina, “la yatrogenia (popularizada como iatrogenia) es un daño no deseado ni buscado en la salud, causado o provocado, como efecto secundario inevitable, por un acto médico legítimo y avalado, destinado a curar o mejorar una patología determinada. Deriva de la palabra yatrogénesis que tiene por significado literal ‘provocado por el médico o sanador’ (iatros significa ‘médico’ en griego, y génesis: ‘crear’).”
Un ejemplo es la muerte de George Washington. En 1799, mientras agonizaba a causa de una infección bacteriana, sus médicos bien intencionados ayudaron o aceleraron su muerte utilizando el tratamiento estándar en ese momento: la sangría. Esta modalidad de tratamiento médico consistente en la extracción de sangre por un médico o por medio de sanguijuelas, fue practica popular en medicina durante 2.000 años a pesar de carecer casi siempre de un efecto positivo.
Hoy se usa el término iatrogenia para referirnos a cualquier efecto resultante de la intervención en perjuicio de la ganancia. Cómo lo explica Nassim Taleb en su libro Antifrágil, la medicina es comparativamente la buena noticia, en el campo de la iatrogenia, el problema es más evidente en la medicina porque quizás es donde históricamente ha sido más visible. Sin embargo, abunda en otros campos.
“Consideremos la iatrogenia de los periódicos. Tienen que llenar sus páginas cada día con una serie de noticias, sobre todo si también se publican en el resto de la prensa. Pero para hacer las cosas bien deberían aprender a no publicar nada si no hay nada importante que contar. Hay días en que los periódicos deberían tener solo dos líneas y otros en que deberían tener doscientas páginas en proporción a la intensidad de la señal.”
Los romanos solían desnudar sus cuerpos para mostrar las cicatrices que probaban lo que habían hecho por Roma. Abriendo su toga en el senado romano, exhibían en silencio su cuerpo con orgullo, demostrando que virilmente habían combatido a los malos. Uno esperaría que cerca de 1.500 años después, hayamos entendido que una cicatriz no siempre es sinónimo de beneficios, también representa un daño.