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Pablo Múnera

No todas las opiniones son respetables

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"No se trata de convertir las verdades en dogmas ni la razón en religión, como fue la tentación de muchos modernistas, pero tampoco de prostituir el idioma, aceptando incoherencias lógicas, aparentemente sabias, del tipo “no hay verdades absolutas”, a lo que mi hija a sus 10 años respondió: “si no hay verdades absolutas, hay por lo menos una verdad absoluta y es que no hay verdades absolutas”."

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Uno de los signos más propios de nuestra época es el relativismo extremo, que se refleja en expresiones tales como “todas las opiniones son respetables” o “no hay verdades absolutas”. Si bien estas frases tienen algo de sentido común, también son síntoma de una especie de “indigencia conceptual”, propias de la posmodernidad, que enhorabuena cuestionó el racionalismo moderno, pero que también debe ser cuestionada, cuando admite de buenas a primeras estas nuevas verdades-eslogan.

No deberíamos aceptar tal precariedad. Todos los opinantes son respetables, pero no todas sus opiniones. Lo que sí es indispensable, para garantizar unos mínimos de convivencia, es la tolerancia a todas las opiniones, por más disparatadas que nos parezcan, siempre y cuando no conlleven, explícita o implícitamente, difamaciones, injurias o calumnias.

Uno de los errores más frecuentes al opinar es cuando confundimos las opiniones con los hechos, los gustos, las pasiones, los deseos, etc. La diferencia sustantiva es que los hechos se demuestran; las opiniones se argumentan o sustentan, dado que son juicios de valor; y los gustos, deseos, intereses y pasiones simplemente se expresan, y no precisan de demostraciones ni de argumentos.

Para darle mayor fuerza a nuestras opiniones, en ocasiones apelamos a los hechos, porque “cada cual puede tener sus propias opiniones, pero no sus propios hechos”. Podemos discutir, por ejemplo, si físicamente es posible ir a Marte o no, pero es imposible negar que ya hay proyectos, con miles de millones de dólares invertidos, que tienen el propósito de “colonizar Marte”, como el Space X de Elon Musk.

No se trata de convertir las verdades en dogmas ni la razón en religión, como fue la tentación de muchos modernistas, pero tampoco de prostituir el idioma, aceptando incoherencias lógicas, aparentemente sabias, del tipo “no hay verdades absolutas”, a lo que mi hija a sus 10 años respondió: “si no hay verdades absolutas, hay por lo menos una verdad absoluta y es que no hay verdades absolutas”.

La exhortación es a tener más rigor conceptual, empezando por respetar y reverenciar el idioma y la verdad, sin caer en algunos purismos semánticos que terminan siendo estériles. Si compartimos, en primera instancia, que la verdad es la conformidad de las ideas con las cosas y que las palabras son herramientas del espíritu para la acción, entonces estaremos de acuerdo en que hay que ser más cautos con nuestras opiniones y no andar opinando de todo cuanto se nos venga en gana.

Un paso inicial sería distinguir entre opiniones diferentes pero respetables, y entre opiniones sustentadas y no sustentadas. Uno puede, por citar un caso, estar más de acuerdo con la concepción de ser humano, de sociedad y de la economía que tenían Adam Smith o Carlos Marx, pero difícilmente podría tratarlos de charlatanes. Ambos se dieron a la tarea de sustentar y fundamentar sus posiciones. Sobre las solidez o coherencia de los fundamentos mucho podría discutirse, pero no sobre la seriedad de sus estudios.

Es cierto que todo texto tiene su contexto y que lo ayer fue verdad hoy puede ser una vulgar mentira. Ejemplos los hay por doquier: que la tierra era plana, que era el centro del universo, entre algunas conocidas. O que lo que es verdad aquí puede no serlo allá, como sucede con la “ley de la gravedad”, que no aplica igual en la atmósfera que por fuera de ella.

Aun así, sigue habiendo verdades universales, por una parte, y, por otra, debemos mantener un compromiso indeclinable con la búsqueda de la verdad, aunque termine siendo parcial. Esto no es cuestión de escolaridad ni de erudición, sino de honestidad y de la confianza que generan las palabras cuando los hechos corren tras ellas. Es lo mínimo que se debe pedir a la hora de opinar y más a los que pretenden o pretendemos “generar opinión”.

Para tal propósito, es necesario sobreponer el buen sentido al sentido común, so pena de terminar convertidos en una perogrullada y recargados de frases cliché. Hoy, cuando está de moda la posverdad –que no es otra cosa que la superposición del significante sobre el significado–; cuando en las redes sociales hay “especialistas en todos los temas”, al instante y en menos 280 caracteres, es necesario reivindicar el buen juicio y el buen sentido, para que nuestro discurso no esté basado en meras frases prefabricadas.

En medio de una polarización tan extrema que eclipsa hasta la corrupción y ad portas de unas elecciones presidenciales que agitarán como nunca los debates, bien vale la pena refinar nuestras opiniones y discusiones, si queremos fortalecer la democracia deliberativa y no seguirnos conformando con las migajas que nos ofrece la democracia representativa.

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