Las democracias representativas contemporáneas, con todas sus virtudes –que no son pocas–, se basan en la existencia y aceptación de una gran desigualdad: aquella existente entre representados y representantes. Se supone que los primeros son más importantes que los segundos, pues los representados constituyen la base y razón de ser del sistema representativo, ante la cual los representantes deben responder, ya que toman decisiones que nos vinculan a todos en nombre, justamente, de nosotros mismos.

En la práctica, sin embargo, los representantes están imbuidos de privilegios que los ponen en una situación de superioridad frente a los representados. Fueros constitucionales y legales, poder decisorio en materia criminal y tributaria, manejo del presupuesto público, salarios altos, acceso privilegiado a la información, estatus social, son solo algunos ejemplos de estos. En gracia de discusión, aceptemos que todas estas prerrogativas son necesarias para que los representantes, que sin duda están a cargo de una labor sumamente difícil, puedan ejercer adecuadamente su función. 

Aunque necesarios, estos privilegios tienen como efecto que ubican a los ciudadanos en una especie de relación de inferioridad frente a quienes ostentan el poder público: los representados tienen derechos, los representantes derechos y privilegios. Frente a nuestros representantes, solo nos queda un arma: la palabra, la crítica, el cuestionamiento, la reclamación, la exigencia de respuestas y justificaciones para las acciones. Y como la democracia deliberativa es un ideal regulativo –bello, pero inalcanzable plenamente–, con frecuencia necesitamos gritar, insultar y acusar a quienes ostentan el poder, para obtener respuestas y explicaciones por acciones respecto de cuyas motivaciones, con razón, sospechamos.

¿Gritar, insultar, acusar a nuestros representantes? ¿No está esto mal? ¿No es algo que tal vez preferiríamos evitar? Idealmente, sí. En el mundo real, no. La crítica contra el poder no necesariamente tiene que usar un lenguaje duro, pero debe poder hacerlo. Recordemos que, utilizando una expresión de Roberto Gargarella, no se trata de una conversación entre iguales, sino entre desiguales. Los representantes tienen sus privilegios, los representados tenemos el poder de cuestionarlos, de interpelarlos, sea con buenas maneras, sea a los gritos. 

¿Puede afectar esto la honra y el buen nombre de los representantes? Sí, sin duda. ¿Deben entonces ellos tolerar lo anterior? Sí, sin duda. Si uno elige la vida pública, debe estar dispuesto a soportar la crítica pública, así esta sea mordaz. Ese es el costo que se debe asumir por tener el honor de representar los intereses y aspiraciones de sus conciudadanos y por acceder a una serie de privilegios que están dirigidos a facilitar el ejercicio de la función pública, pero que, por la sola falibilidad humana, pueden usarse para fines non-sanctos.

Debe haber límites, por supuesto, para el ejercicio de este derecho a la deshonra. Pero estos deben ser taxativos, extremadamente claros, y producto de una discusión amplia con la ciudadanía que vaya más allá de los tradicionales espacios institucionales en los cuales se ejerce la representación política. Y, en todo caso, no deben involucrar el ejercicio del siempre brutal poder punitivo del Estado, que ha de reservarse para conductas de gravedad extrema. 

Aquellos representantes que, con el poder que les hemos conferido, aspiran a callar a quienes se atreven a cuestionarlos, deberían sentirse avergonzados. Son ellos quienes, con sus acciones, destruyen su propia honra, si es que les queda alguna. 

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