Primero una pierna. Después la otra. Un brazo, el otro. El sometimiento, la tortura. La tiraron a una quebrada con las extremidades fracturadas para que no pudiera moverse. Golpeada, brutalmente golpeada. Con un dolor que sólo las víctimas de la crueldad experimentan. Otros la grababan. Algunos la socorrieron. Llegó a la clínica, se murió en una agonía indecible. La mataron. A plena luz del día, ante la mirada evasiva de muchos, ante la indiferencia de tantos. Ocurrió en Bello, Antioquia, en una de las tardes más lluviosas y frías del año. Helada, como el corazón de quienes la mataron.
Se llamaba Sara Millerey, tenía treinta y dos años. Vivía con su mamá. Su familia la describió como una mujer alegre. Pero nada de eso importa. No importa quién era, qué hacía, cómo se vestía, o cómo hablaba, ni de dónde era. Importa que era un ser humano, una persona, una mujer transgénero, una hija, una sobrina, una amiga. Importa que la mataron porque la transfobia y la homofobia son un mal que no tiene límites. Quienes actúan motivados por el odio a la diferencia lo hacen con la consciencia tranquila creyendo que están haciendo lo correcto, una limpieza, un bien a la sociedad porque “no queremos a esas locas, ni a esos depravados”. Eso piensan.
La violencia más pura, la que está justificada, y, sobre todo, la violencia que se ejerce para que se vea la atrocidad. Un crimen que manda un mensaje a toda una población: “Miren lo que les va a pasar, por maricas”. No lo pienso yo. Lo he leído en comentarios, lo he escuchado en conversaciones. “Es que está bien que sean homosexuales, que se vistan como quieran, pero que no hagan tanto espectáculo”. “Escóndanse, porque de lo contrario vamos a exponerles, a romperles, a matarles. Su destino es vivir encerrados o morir. Que nadie los vea”.
Y eso consiguen. Que millones de personas en el mundo tengan miedo de ser lo que quieren. Que millones de personas se sientan rechazadas y marginadas. Que millones de familias estén rotas por no aceptar nada diferente a lo establecido. Y lo que es peor, que tengan que enterrar a sus hijos o hijas en medio de una exposición mediática y cruel por sus elecciones. Las víctimas revictimizadas hasta el nivel más bajo, hasta la deshumanización.
Circula en las redes sociales un video de Sara en la quebrada, algunos querían rescatarla y otros decían que no, que dejaran que se la llevara la corriente. Cuánta crueldad.
Alcanzó a decir que la arrojaron al agua. “No dijo por qué”, escribieron algunos medios de comunicación. ¡No hay un porqué! No hay que encontrar los motivos que llevaron a cometer este acto atroz. Hay otras preguntas: ¿qué está pasando en nuestra sociedad? ¿por qué algunos se sienten con el derecho de ejercer semejante violencia? ¿quién nos cuida? ¿quién los detiene? De sus homicidas no se sabe nada, o sí. Pero nadie habla. Silencio absoluto, la impunidad, la indiferencia. Otra violencia. Más violencia.
¿Qué vamos a hacer?
Primero una pierna. Después la otra. Un brazo, el otro. El sometimiento, la tortura. La tiraron a una quebrada con las extremidades fracturadas para que no pudiera moverse. Golpeada, brutalmente golpeada. Con un dolor que sólo las víctimas de la crueldad experimentan. Otros la grababan. Algunos la socorrieron. Llegó a la clínica, se murió en una agonía indecible. La mataron. A plena luz del día, ante la mirada evasiva de muchos, ante la indiferencia de tantos. Ocurrió en Bello, Antioquia, en una de las tardes más lluviosas y frías del año. Helada, como el corazón de quienes la mataron.
Se llamaba Sara Millerey, tenía treinta y dos años. Vivía con su mamá. Su familia la describió como una mujer alegre. Pero nada de eso importa. No importa quién era, qué hacía, cómo se vestía, o cómo hablaba, ni de dónde era. Importa que era un ser humano, una persona, una mujer transgénero, una hija, una sobrina, una amiga. Importa que la mataron porque la transfobia y la homofobia son un mal que no tiene límites. Quienes actúan motivados por el odio a la diferencia lo hacen con la consciencia tranquila creyendo que están haciendo lo correcto, una limpieza, un bien a la sociedad porque “no queremos a esas locas, ni a esos depravados”. Eso piensan.
La violencia más pura, la que está justificada, y, sobre todo, la violencia que se ejerce para que se vea la atrocidad. Un crimen que manda un mensaje a toda una población: “Miren lo que les va a pasar, por maricas”. No lo pienso yo. Lo he leído en comentarios, lo he escuchado en conversaciones. “Es que está bien que sean homosexuales, que se vistan como quieran, pero que no hagan tanto espectáculo”. “Escóndanse, porque de lo contrario vamos a exponerles, a romperles, a matarles. Su destino es vivir encerrados o morir. Que nadie los vea”.
Y eso consiguen. Que millones de personas en el mundo tengan miedo de ser lo que quieren. Que millones de personas se sientan rechazadas y marginadas. Que millones de familias estén rotas por no aceptar nada diferente a lo establecido. Y lo que es peor, que tengan que enterrar a sus hijos o hijas en medio de una exposición mediática y cruel por sus elecciones. Las víctimas revictimizadas hasta el nivel más bajo, hasta la deshumanización.
Circula en las redes sociales un video de Sara en la quebrada, algunos querían rescatarla y otros decían que no, que dejaran que se la llevara la corriente. Cuánta crueldad.
Alcanzó a decir que la arrojaron al agua. “No dijo por qué”, escribieron algunos medios de comunicación. ¡No hay un porqué! No hay que encontrar los motivos que llevaron a cometer este acto atroz. Hay otras preguntas: ¿qué está pasando en nuestra sociedad? ¿por qué algunos se sienten con el derecho de ejercer semejante violencia? ¿quién nos cuida? ¿quién los detiene? De sus homicidas no se sabe nada, o sí. Pero nadie habla. Silencio absoluto, la impunidad, la indiferencia. Otra violencia. Más violencia.
¿Qué vamos a hacer?
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/