Hace un par de años, en el marco del proceso de responsabilidad fiscal por la contingencia de Hidroituango ocurrida en 2019, la Contraloría General de la República, en primera instancia y a título de culpa grave, emitió sanciones contra 26 exfuncionarios y contratistas del proyecto hidroeléctrico. Argumentó un supuesto daño al patrimonio del Estado por las actuaciones de estas personas. El patrimonio en cuestión: 4.3 billones de pesos.
Los vericuetos del proceso son complejos de narrar en una columna de opinión y quedan para la memoria el cubrimiento periodístico al caso, que fue objeto de intensos debates en la ciudad. Para resumir un poco al lector: tiempo después, estas personas fueron absueltas de las medidas cautelares tomadas en su contra. Esto, porque en un proceso litigioso se logró demostrar que los hechos ocurrieron por fuerzas de la naturaleza imprevisibles e irresistibles, y las pólizas de las aseguradoras terminaron por reintegrar plenamente el patrimonio.
Tengo el honor de conocer a varias de las personas que, durante años, sufrieron las secuelas terriblemente desagradables de un pleito legal de estas dimensiones. Todas ellas son personas decentes, funcionarios íntegros que desempeñaron las labores de sus cargos siempre con altura, dignidad, de cara a la ciudadanía y apegados al mandato de la Constitución y la ley.
Estas 26 personas, desde el fallo en su contra en primera instancia hasta su absolución, transitaron por un infierno. Su imagen pública fue destruida y calumniada, y los estragos llegaron incluso a sus vidas íntimas, afectando su salud física y mental. Estar reseñado en el boletín de responsables fiscales trae consigo una serie de medidas que impiden contratar, se embargan las cuentas de los presuntos responsables, entre otras consecuencias.
Una de estas personas, amigo personal y funcionario destacado, me contó que tenía que hacer hasta sus compras más elementales, como bienes esenciales, a través de amigos y familiares. Experimentó episodios de ansiedad y depresión debido al estrés, e incluso patologías físicas de las que aún hoy conserva secuelas. Afortunadamente, después del levantamiento de toda acción legal en su contra, estas personas han podido, poco a poco, superar esta difícil etapa y rehacer su vida, con la frente en alto, como hombres y mujeres honorables.
Toda esta historia me sirve para contarle, querido lector, el propósito de mi columna: el sector público no ofrece los suficientes incentivos para que personas altamente competentes, con un grado de conocimiento técnico superior y, además, con cualidades humanas excepcionales, lleguen a un cargo público. El trabajo es extenuante, el sacrificio de la vida personal es enorme, y se corre el riesgo de que, a pesar de hacer las cosas bien, se termine pagando abogados, sometido a uno o varios procesos, y con el estigma marcado en la frente.
Por eso, en Colombia, trabajar en el sector público es más un sacrificio que una recompensa para los más preparados. Por lejos, una persona con ciertas competencias recibe mayor remuneración y estabilidad en el sector privado.
Solo por poner un ejemplo: imagínese que usted es presidente, alcalde o gobernador. Podríamos decir que, guardando las proporciones con el sector empresarial, esos son cargos equivalentes a los de un CEO. Representan la cúspide de la estructura organizacional de sus respectivos territorios. Sin embargo, el sector público suele ser más exigente que el privado, además de mucho más regulado y vigilado. Con todo eso, y estando usted permanentemente expuesto al escrutinio y a la pugnacidad, recibe un salario que es apenas un tercio de lo que ganaría en una empresa privada, corriendo riesgos como los que relaté al inicio.
Las empresas son el gran motor no solo del capital económico, sino también del capital social. “A Colombia le faltan buenos y nuevos líderes”, vociferan algunos. No es del todo cierto. Los líderes existen, pero están cuidados, protegidos y bien remunerados en las empresas. Y salvo contadas excepciones, no hacen el tránsito a la política o al servicio público.
Para tener mejores políticos y mejores líderes públicos es necesario compensarlos y protegerlos mejor. De lo contrario, nuestra democracia no será un espacio atractivo para los mejores.
¿Qué estamos haciendo para cambiarlo?
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/