Escuchar artículo
|
A los cinco años, me atrapó el deseo incesante de aprender a hablar inglés. Tanto, que me lo empecé a inventar. Copiaba las eles atrás en el paladar de las personas que escuchaba hablando en el idioma, las tes y las eres redondas. Mis papás me cambiaron de colegio, y le saqué el máximo provecho al espacio internacional en el que me recibieron.
A esa edad, seis, siete, ocho, nueve años, le apostaba a Estados Unidos como el portero de mis sueños. Me intrigaba su idioma, su cultura, sus tiendas gigantes de juguetes que veía en televisión, su historia, pero más que todo, su música.
Algunos años después me preguntaría por qué le dediqué tanto esfuerzo a una lengua y a un país que nunca serán míos del todo. Porque desde los pelos de la cabeza, hasta las pestañas y los dedos de los pies, yo soy colombiana. Y aunque mi historia de amor con el español ha sido más bien reciente, ahora también me pierdo entre las letras de García Márquez, Vargas Llosa, Isabel Allende, Gabriela Mistral. Siento su literatura en el pecho, en las entrañas, porque ahora siento que realmente conozco el español. Y por supuesto, entre más tiempo habito los rincones góticos de Edimburgo, más crece la motivación por volver a los rincones de mi tierra, y de la ciudad que me construyó; Medellín.
El papá me cuestionó muchas veces: ¿Por qué estudias primero la historia de Estados Unidos antes que la de Colombia? ¿Por qué lees más en inglés que en español? ¿Por qué te enseñaron que hay siete continentes, cuando hay cinco? ¿Por qué sabes más nombres de presidentes de Estados Unidos que de Colombia?
Aunque he reconciliado muchas de estas dudas con razonamientos que incluyen el acceso más fácil a archivos de Estados Unidos y por ende, mayor facilidad al estudiar su historia, simple gusto por el idioma, y el impacto geopolítico gringo, hay una cuestión que me queda por resolver.
Lo que más me estorba de Estados Unidos hoy es que creen, como país, que el mundo es suyo. Demostrado en la narrativa constante y aspiracional del sueño americano, el surgimiento de la derecha trumpista, sus sistemas educacionales proteccionistas, su meticuloso resguardo para que la población no se imagine culturas ni maneras diferentes de vivir. Y, por supuesto, el concepto del ‘Americano’.
Como consecuencia de mis constantes esfuerzos por aprender inglés, ahora casi no me tengo que esforzar para que no me salga con acento. Después de leerme los libros de Harry Potter en voz alta para practicar las vocales y las consonantes, ahora quienes me escuchan, bien podrían pensar que soy gringa.
Estaba una vez en el bus yendo hacia la universidad, con el gorro y los guantes puestos, característicos del invierno edimburgués. Mientras hablaba con mis amigas, sentía la mirada penetrante de un hombre, quien luego de varios minutos me preguntó, “¿De qué estado de América eres?” Le respondí, “de Antioquia,” y ante su mirada confundida, le pregunté si nunca había escuchado de ese departamento, ubicado en América.
Necesito más de una columna para explorar el concepto de América, aunque hace dos años intenté hacerlo en ‘La soledad de América Latina,’ por este mismo medio. América merece ser explorada como una tierra ancestral indígena, que fue moldeada por procesos de colonización diferentes, aunque semi paralelos, fragmentándose en dos continentes; norte y sur. Americana soy yo, tanto como lo es una persona nacida en Nueva York, tanto como lo es una persona nacida en Santiago, en Quito, en Sao Paulo. Mucho he escrito sobre el poder transformador que tienen las palabras, entonces digámosles a las cosas como son; estadounidenses.
A una semana de las elecciones presidenciales en las que Donald Trump y Kamala Harris seguramente se darán la pelea, me pregunto por qué me debe importar tanto. Hace ocho años, cuando ganó Trump, me quedé hasta tarde viendo la transmisión de CNN, llorando. Incluso a mis 14 años entendía lo que significaba el que a la Casa Blanca entrara un xenófobo, un machista, un patán, y un pseudopolítico que ha instrumentalizado el populismo para hacerle creer a la gente que, porque supo hacer negocios, sabrá manejar un país.
Lloraba también porque era el fin de la ilusión infantil que había mantenido durante mi vida. Aunque ahora resiento su denominación, el mal llamado “sueño americano” siempre había estado como una opción; el país que proclama ser el hogar de los libres, y la tierra de los valientes. Pero con Trump, ya no la veía ni libre ni valiente. Más bien, ahora lo veo como ignorante y cobarde.
Entiendo el impacto geopolítico que van a tener estas elecciones. Mis redes sociales y newsletters de periódicos lanzan las mismas preguntas: ¿qué significa para tal país que Trump gane? ¿Y si Harris lo hace? Inclusive una amiga de la universidad, editora del periódico estudiantil más antiguo del mundo, escribió que a todos nos debería importar estas elecciones, insinuando que hasta la comunidad internacional debería asegurarse de que sus amigos estadounidenses votaran, y votaran “bien.”
Pero la pregunta permanece. ¿Por qué, como colombiana, como americana, como ciudadana del mundo (lo que sea que eso signifique), me debería importar si un país ajeno al mío escoge a un político deficiente? ¿Qué responsabilidad tengo- tenemos- de informarnos, informar, compartir, dialogar sobre un sistema electoral que no es el nuestro, sobre unos procesos que no nos representan, sobre unos candidatos a quienes no les interesamos? ¿Por qué me pesa tanto la hegemonía de Estados Unidos? Quizás nunca encuentre las respuestas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/