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Cada vez es más frecuente escuchar que los jóvenes no quieren estudiar en la universidad, y que la principal razón de esa desidia es la tecnología, que los distrae en demasía y les hace la vida más fácil. Dicho argumento es difícil de refutar, pero no es suficiente para explicar ese desinterés creciente en la formación superior.
Los motivos son múltiples, pero me quiero centrar en uno poco abordado recientemente: la exigencia académica, tanto para docentes, a lo que en el título llamo excelencia, como para los estudiantes.
Los docentes de calidad, excelentes, son decisivos para la retención de estudiantes, y, gracias al voz a voz, para la captación de nuevos. Son docentes integrales que conocen su materia, saben transmitirla, y cómo se aplica en la realidad; además de conocimiento, tienen buena pedagogía y didáctica, de manera que, para utilizar un término de moda en mercadeo, terminan generando “experiencias memorables en sus estudiantes”. Son aquellos a los que no los puede reemplazar ni un libro de texto ni el ChatGPT.
Pero para ser auténticamente excelente, el docente debe ser, además, exigente, si quieren que sus alumnos sean también excelentes. La exigencia no debe confundirse con mortalidad estudiantil. Si exigiendo todos los estudiantes ganan, estupendo, porque quiere decir que todos cumplieron con su objetivo, alcanzaron la competencia o lograron el resultado de aprendizaje. Si, al contrario, todos o la mayoría pierden, tampoco debería ser problema.
La experiencia será realmente “memorable” si va a acompañada de la exigencia, lo cual no es tan fácil, porque implica poner límites, y, por lo menos a corto plazo, eso incomoda. De ahí que la calidad educativa se evalúa mejor es a mediano y largo plazo. Pensemos, por ejemplo, en la educación familiar: cuando somos adultos, le agradecemos a nuestros padres o figuras tutelares decisiones o acciones que antes les criticábamos, y, viceversa, les criticamos acciones que antes les aplaudíamos.
No es fácil encontrar docentes excelentes, y menos que sean exigentes a la vez, así sean indispensables para garantizar la calidad educativa. Parecen cualidades obvias, pero cada vez son más escasas. So pretexto de retención académica, las entidades educativas, especialmente las privadas, debido a su naturaleza, han terminado haciendo es promoción automática. A la debilidad de carácter o la falta de legitimidad de los docentes para exigir, se suman las afugias del “negocio” educativo, en un mercado cada vez más competido.
Todos sabemos que la mejor forma de promocionar la educación es a través del voz a voz, de la llamada “publicidad testimonial” que hacen de una institución o de un programa educativo sus estudiantes y, especialmente, sus egresados, que ya pueden dar fe o son el reflejo de la calidad de la formación y su eficacia.
Hoy en la mayoría de universidades privadas los que se inscriben a un programa de pregrado o posgrado, especialmente en las áreas sociales, teóricas como la educación o aplicadas como la administración, por ejemplo, terminan graduándose sin mucha dificultad…, mientras puedan pagar.
La educación universitaria, que debería ser para élites, se ha masificado tanto, que ha desvalorizado los títulos. Mientras paguen, casi todos los estudiantes terminan “condenados” a graduarse sea en una universidad u otra. Ya es hora de la que las universidades se cuestiones seriamente por el valor que le están agregando a sus estudiantes, egresados y la sociedad en general.
La crisis de la universidad está más adentro que afuera. Antes de culpar a la tecnología de todos sus males y del decrecimiento en las matrículas, deberían empezar por evaluar la excelencia y la exigencia de sus docentes, y las condiciones que están generando que los suyos tengan dichas calidades. Si no son capaces de justificarse y diferenciarse por la calidad de sus docentes, más temprano que tarde van a desaparecer.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/