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Soy un pesimista. Ya está. Lo dije. Que quede claro antes de cualquier cosa. O lo soy a medias. He dejado ejemplos de ello en otras columnas.

Dice Ambrose Bierce sobre optimismo: “Doctrina o creencia de que todo es hermoso, inclusive lo que es feo; todo es bueno, especialmente lo malo; y todo está bien dentro de lo que está mal. Es sostenida con la mayor tenacidad por los más acostumbrados a una suerte adversa. La forma más aceptable de exponerla es con una mueca que simula una sonrisa. Siendo una fe ciega, no percibe la luz de la refutación. Enfermedad intelectual que no cede a ningún tratamiento, salvo la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no es contagiosa”.

En fin, que descreo lo mismo de Arcadia que de Shangri-La, que concuerdo con aquellos que desde hace centurias sostienen que el hombre es un lobo para el hombre (y hay suficiente evidencia de ello, la más reciente, tiene nombre: Dominique Pélicot). Yo, que opino que la guerra es el estado natural de nuestra especie (y nuestra condena) y que presiento que al final de la vereda del progreso (o de lo que imaginamos como tal: este derroche  sin sentido de esfuerzo, materias primas, tiempo y vidas) nos espera un abismo del que no podremos escapar, a veces me descubro fascinado ante pequeñeces.

La más reciente: el acuario de Bed-Stuy. La fuga de un hidrante desatendido en Bedford-Stuyvesant, en Brooklyn, terminó por inundar el alcorque de alguno de los árboles que le dan sombra a los habitantes de ese barrio gentrificado como casi todos los de Nueva York.

Alguien, en un arranque de creatividad —o de ironía— compró medio centenar de pequeñísimos carassius auratus (ese pez naranja que domesticamos hace más de dos mil años y que es un infaltable en cualquier pecera) y los echó allí. Y los habitantes del barrio adoptaron el estanque como propio: lo decoraron y le instalaron un sistema de vigilancia, porque una banda de animalistas se llevó una buena cantidad de peces en un arranque justiciero.

Dos reporteros del Brooklyn Paper, periódico local, fueron los encargados de contarle al mundo la existencia del acuario. Alguien lo destruyó y los vecinos lo rehicieron. Reaccionaron las autoridades y, finalmente, mandaron a arreglar el hidrante inundador, y los habitantes de  Bed-Stuy lo abrieron de nuevo para evitar que se secara el alcorque.

Es un asunto efímero. Ya viene el frío, se aburrirán de las jornadas de vigilancia y protección, se impondrá la protección del hidrante… Pero por un par de semanas, el cruce de Hancock Street y Tompkins Avenue habrá sido un lugar diferente.

Con eso tal vez, es suficiente, a veces. Me gusta la gente que se empeña en ello, en darle un poco de surrealismo a la rutina. Sí, no están salvando el mundo, pero lo hacen divertido mientras se acaba. 

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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