Tu corrupción es más corrupta que la mía

Tu corrupción es más corrupta que la mía

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En Algo personal, la canción de Joan Manuel Serrat, hay una frase que me sirve para lo que quiero decir. Canta el catalán que «resulta bochornoso verles fanfarronear, a ver quién es el que la tiene más grande»… Pero aquí y ahora, la cosa es a la inversa.

Déjenme explicarme. O ponerlo en otras palabras. Llevamos meses de acusaciones de un lado a otro del espectro político que podrían resumirse de la siguiente manera: tu corrupción es más corrupta que la mía. El giro en la tuerca es lo que me asombra: los exculpadores de ayer son los indignados de hoy y al vesre, como escribió Cortázar.

Voy y busco: un informe del diario Portafolio del año 2018, calculaba que en el país se perdían entonces, cada año, 50 billones de pesos. Corrían los días de la fallida consulta anticorrupción.

Son menos terribles (pero no por ello menos malas), las cifras que presenta Transparencia por Colombia en su reciente Radiografía de Hechos de Corrupción 2016-2022. En todo el cuatrienio se perdieron $21,28 billones por hechos de corrupción.

La arqueología de la corruptela nacional se puede rastrear por cuatrienios. En la infructuosa tarea de combatirla, el presidente Julio César Turbay (1978-1982) prometió reducirla a sus justas proporciones. Él la había heredado de Alfonso López Michelsen (cuyos actos como delfín debilitaron la gobernabilidad de su padre, López Pumarejo, y le sirvieron a Laureano Gómez para sacarlo del poder), que los había heredado de Misael Pastrana Borrero y así ad infinitum…

O no. Hay quien data el primer hecho de corrupción en Colombia (cuando apenas era el Nuevo Reino de Granada) en la pérdida de cinco mil pesos oro.

Pero para adelante la cosa no mejora, empeora: del proceso 8.000 y el miti-miti de Samper, de paso por el Chambacú y el Dragacol y el Foncolpuertos de Pastrana; Invercolsa, Cajanal, Agroingreso Seguro, la parapolítica durante los años de Álvaro Uribe, sin contar la feria de notarías y prebendas con las que aseguró su reelección. No se salva ni el gobierno de Santos, ni el de Duque, ni el de Petro… La lista es larga, con visos de inacabada e indignante. Lo ha sido siempre, lo debe ser.

Lo que se me hace curioso es, ya dije, el giro del relato. Estamos, pues, ante la peor corrupción de todas, la corrupción de la izquierda. Las fórmulas para la crítica son fáciles y obvias: eso es vivir sabroso.

Entiendo la vara que se usa como medida (más allá del peregrino argumento de que este era el gobierno del cambio, como si la pérdida de dineros públicos en gobiernos anteriores se diera por obvia y esperable y, entonces, entendible), pues era este el gobierno llamado a hacer las cosas de otra manera. Y ojalá se mantenga la indignación y continúe el ejercicio de fiscalización que demuestran casi todos los medios —que a veces parece más movido por el odio que por el noble oficio periodístico— cuando se acabe este gobierno.

Era Mockus quien insistía como arenga en que el dinero público es sagrado, a ver si por la vía del pecado calaba el mensaje, pero pueblo y gobernantes hemos demostrado ser tan ladrones como pecadores y perdonen que nos meta a todos en el mismo saco. Y al final, como recordó el presidente Gustavo Petro en la instalación del Congreso —donde, entre exageraciones de eficiencia y doradas de píldora de sus errores, aceptó las culpas por el nombramiento de Olmedo López— reconoció lo obvio: que la corrupción no es un asunto de ideologías, una disculpa que, de todas maneras, nada arregla.

No sé yo si, en lugar de los cien años de soledad, estamos condenados a eones de corrupción. Quizá es porque los estados, sean cualesquiera que sean, son corruptos per sé. Tal vez es porque en Colombia ese mismo Estado se volvió una herencia y se fortaleció no para solucionar los problemas de las minorías, sino para mantener los privilegios de unos cuantos, y quedó ya para siempre maltrecho, arruinado y atrapado en su lógica de enriquecer a unos cuantos poderosos; tal vez porque es real que el poder daña a los mejores y atrae a los peores. Tal vez es porque ponemos a los ratones a cuidar el queso o quizá porque como ciudadanos seguimos insistiendo en lógicas perversas como aquella de que sí, roban, pero hacen.

Una adenda. Vi —no sé para qué lo hago si sé con qué me voy a encontrar— un video de la intervención del concejal de Medellín por el Centro Democrático, Luis Guillermo Vélez, sobre la JEP, los paramilitares y los falsos positivos. Indignante es la palabra menos fuerte que se me ocurre utilizar. Me quedé con una pregunta, sin embargo: ¿de verdad el concejal Vélez cree en eso que dice?

En La cucaracha, una novela corta o un cuento largo de Ian McEawn que tiene de trasfondo el brexit, se  juega con la idea de ciertos personajes que dicen cosas que saben que no son ciertas, porque en el fondo buscan convencer a otros que las creerán ciertas porque las dicen, precisamente, esos personajes. Se me antoja que Vélez es como la cucaracha de ese relato.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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