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Entiendo la cuarta revolución industrial (4RI) como la revolución de las inteligencias, pero también como la competencia y la articulación o cooperación entre ellas: la inteligencia artificial (IA), la inteligencia orgánica o biológica, y las inteligencias híbridas entre lo biológico y lo electrónico, que sería la de los cíborg.
De este modo son varias las revoluciones industriales o, mejor, tecnológicas, que se están dando al tiempo en el marco de esta 4RI: una biológica, basada en las biotecnologías, que son algo así como el hardware de la vida; y otra digital, soportadas en las infotecnologías, o software de la vida. También hay en camino una revolución espacial, que no es objeto de esta columna, por lo cual no me detengo en ella.
No obstante lo anterior, y la gran variedad de tecnología exponenciales y disruptivas que se están desarrollando al tiempo, la inteligencia artificial (IA) acapara cada vez más la agenda de esta revolución tecnológica, especialmente con los reiterados avances en las capacidades de los grandes modelos del lenguaje (LLM por sus siglas en inglés), basados en las redes neuronales artificiales y en el deep learning (aprendizaje profundo), y manifiestos en los GPT (Generativa, Preeentrenada y basada en Transformers), entre los cuales el más conocido es el ChatGPT, de la empresa OpenAI.
Pero hay muchos más LLM, con tecnologías afines o más avanzadas en desarrollo, como las relacionadas con la computación cuántica, que están generando una atención inusitada en la historia de la tecnología y que tiene como puerto de llegada la creación de una inteligencia artificial general (IAG), a la que se podría llegar por varias vías y tomar muchas formas, pero que en todo caso sería el punto culmen de este proceso en el que la inteligencia artificial superaría, sin discusión, a la humana: “nuestra era, como la especie más inteligente de este planeta parecer tener los días contados”, dicen Sigman y Billinkis en su libro Artificial. La nueva inteligencia y el contorno humano.
Como si no fuera suficiente con lo anterior, esta IAG subordinaría y hasta aniquilaría a la biológica, en lo que sería el fin de la existencia humana: su apocalipsis.
Este pensamiento lo comparte gran parte de la comunidad científica y filosófica, cada vez más tecnooptimista y aún sin resolver categóricamente dudas esenciales y razonables como ¿qué es la inteligencia?, ¿es inteligente la inteligencia artificial?, ¿es posible tener inteligencia sin conciencia y sin pensamiento?, ¿podrán las máquinas ser totalmente autónomas frente a los humanos?, entre otras tantas preguntas que emergen de esta suerte de iluminismo tecnológico que está en auge junto al reverso de la moneda, que es la extinción humana. Si “no somos lo suficientemente inteligentes como para definir la inteligencia”, como dice el físico Gerry Garbulsky, ¿qué nos hace pensar que las máquinas si lo son?
Las inconsistencias lógicas de esta línea de razonamiento no son pocas, pero también están llenos de argumentos, nada fáciles de rebatir, como lo reconoce el español Antonio Diéguez, una de los más lúcidos estudiosos y pensadores sobre este tema, y un participante recurrente en los principales foros mundiales sobre la materia. Quienes no piensan o pensamos así, también tenemos nuestros propios argumentos y vacíos lógicos.
La superación de la inteligencia humana por la artificial y el posible fin de nuestra especie se considera no solo probable, sino también inevitable, y, paradójicamente, deseable y transcendental para el ser humano.
Probable, porque el incremento de las capacidades de los LLM y los GPT desde su primera versión en 2018 hasta ahora ha sido descomunal. De 120 millones de parámetros en su primer modelo soportados en 4 gigabytes (GB) de texto, se pasó en cinco años, es decir, en 2023 a un aproximado de 100 billones, que equivale a un uno seguido de catorce ceros, con un volumen de datos de un petabyte, que equivale a más de un millón de GB. ¡Una barbaridad!
Inevitable, por razones de toda índole. Económicas, por el tamaño y lo lucrativo del negocio; políticas, por el superpoder que otorga poseer estos desarrollos con sus beneficios y amenazas, porque no podemos olvidar que el miedo es una poderosa arma política; y, tal vez el más importante y profundo, porque el ser humano nunca está conforme con su naturaleza, incluyendo sus creaciones, y quiera superar todos los límites, así implique su propia autodestrucción. El deseo nunca se colma y no somos los mejores deseando.
Y ahí viene lo más paradójico de todo; lo que me tiene perplejo. Gran parte de la comunidad científica y filosófica que trabaja en estos campos, está convencida de que, como parte del proceso evolutivo del cosmos, la gran obra de la especie humana sería su propia extinción, ya que, según Sigman y Bilinkis, la extinción es otro sentido humano, además del humor, el numérico y los otros cinco sentidos tradicionales, que nos permiten advertir nuestro entorno: la vista, el tacto, el olfato, el oído y el gusto. Por eso, nos invitan a “reconciliarnos con la idea de que nuestra especie es pasajera”.
La materialización de la idea de una inteligencia artificial empezó hace casi noventa años con Alan Turing, para salvarnos de la barbarie de la guerra y de una tragedia mayor al descifrar el código Enigma de los alemanes. No hay mal que por bien no venga, pero el dicho también aplica, a veces, al revés. Este pudo ser el comienzo del fin.
Sabemos que el vértigo genera miedo y curiosidad a la vez, por lo cual no nos puede extrañar la manía del ser humano de caminar con frecuencia al borde del abismo. Por eso, siguiendo con Sigman y Bilinkins, quizá la verdadera paradoja de la inteligencia es que es autodestructiva y ese sentido de extinción del que hablan no sea ni bueno ni malo, sino propio de nuestra condición humana. Por tanto, haber “creado una inteligencia extraordinaria sea la forma más cabal de haber cumplido nuestro rol, como un eslabón más en la intrincada historia de la vida”.
Yo, que me muevo entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad, pienso distinto a ellos en ese punto, y me niego a creer que la distopía autodestructiva de la ciencia ficción sea en realidad la utopía humana de crear, a propósito, la inteligencia que la extinguirá.
El sentido o instinto de supervivencia convive con el rebatible sentido de extinción. Más allá del narcicismo individual y de especie que en mayor o menor dosis todos los humanos tenemos, yo me aferro a una idea residual de inteligencia, como todo aquello que las máquinas no hacen, gracias a lo cual estoy convencido de que ningún ser humano desea, en sano juicio, la extinción de la especie, así la estemos acelerando.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/