Igualdad y respeto cotidiano

Igualdad y respeto cotidiano

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, sostiene la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. No fue la primera en hacerlo. “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, reza la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776. “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, dice la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano promulgada en Francia en 1789. Hay más ejemplos, pero no quiero cansar al lector. 

Meras declaraciones plasmadas en papel, nada más que consignas vacías, podrían decir los escépticos. Después de todo, la promesa de la Revolución Americana estuvo siempre manchada por su fatal compromiso con la esclavitud; los ideales que inspiraron la Revolución Francesa llevaron a la guillotina y al Terror; y, para quienes nacimos entre la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del siglo XXI, es evidente que la libertad e igualdad en dignidad y derechos no es algo de lo que disfruten todos los seres humanos. 

Pero del hecho de que no todos tengamos iguales libertades no se puede concluir que no debamos tenerlas, pues de lo que es, no puede automáticamente concluirse lo que debe ser. Es cierto, sin duda, que el ideal de iguales libertades para todos es difícil, tal vez imposible, de alcanzar. Pero, de nuevo, esto no lo descalifica ni lo invalida, pues se trata precisamente de un ideal regulativo, que nos indica en qué dirección debemos empujar, cuál es el norte que debemos seguir, incluso si ese norte, como tal, es inalcanzable. Por ello no debemos renunciar a él. 

De hecho, sería necio negar que hoy en día estamos más cerca que nunca de este ideal, así aún falte un largo tramo por recorrer. En la mayoría de democracias constitucionales contemporáneas se han eliminado las discriminaciones legales en contra de grupos y personas específicas: ya no es aceptado, como sí lo era antes, que la ley establezca que, por ejemplo, para el acceso a un puesto determinado, no se puede ser mujer, negro, de orientación sexual diversa, entre otros criterios discriminatorios. Y esto, la superación de la discriminación legal, es, incuestionablemente, un gran avance.

Lo que persiste y resiste es la discriminación social. en nuestros comportamientos cotidianos, incluso quienes suscribimos el ideal de iguales libertades para todos, a veces tratamos de manera discriminatoria a personas que no han hecho nada para merecer algo diferente a un absoluto respeto de nuestra parte, solamente por alguna característica que no nos dice nada acerca de ellas, pero que, de manera consciente o inconsciente, utilizamos como neutralizador de nuestro deber moral de dispensar a todos un trato igualitario.

Esto no ocurre porque sí, de manera espontánea, sino que obedece a patrones aprendidos y reproducidos entre generaciones y que, usualmente, están relacionados con las discriminaciones legales previamente existentes: el derecho cambia, pero la sociedad muchas veces resiste el cambio legal durante años, décadas y tal vez siglos. Es por esto que frecuentemente necesitamos de la discriminación positiva como mecanismo para impulsar, mediante el derecho, la igualdad en libertades que, al menos una parte de la sociedad parece empeñada en frenar, sea consciente o inconscientemente.

Pero la discriminación positiva, si bien ayuda, no basta. Para lograr la igualdad en libertades se necesita, precisamente, que tomemos consciencia de lo no-igualitarios que podemos ser en nuestros comportamientos cotidianos. 

No hay que ser un supremacista blanco para tener actitudes racistas, no es necesario ser un hombre violento para tener comportamientos machistas, no se requiere ser homofóbico para discriminar a personas con orientaciones e identidades sexuales diversas. Solamente aceptando esto, y no dándonos palmaditas en la espalda por nuestro compromiso en abstracto con el ideal de iguales libertades para todos, es que podremos contribuir a aumentar las libertades verdaderamente disponibles para todas las personas. 

Es por esto que si en algún momento nos señalan de no darle el respeto merecido a una persona, deberíamos ser conscientes de que posiblemente disminuimos la libertad que ella efectivamente tiene a su disposición; y en lugar de justificarnos, alegando lo igualitarios que hemos sido en el pasado, disculparnos y reflexionar si a pesar de nuestro compromiso abstracto con el ideal de iguales libertades para todos, actuamos de una manera que no lo honra como es debido. Un poco de introspección y autocrítica, después de todo, no le hace daño a nadie. 

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