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La mujer que nunca dejó de ser niña

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La juventud no siempre ha sido una ventaja a mi favor, tampoco la belleza y mucho menos el hecho de haber nacido mujer. La vanidad, que al crecer fue una herramienta para proyectarme ante el mundo con un mayor poder, de ser tratada con privilegio, de ser notada, puede que sea el talón de Aquiles de mi adultez temprana.

Los clientes o consultantes que necesitan de una abogada esperan algo distinto al verme; ellos, sin importar cuán bueno sea mi trabajo o cuánto me entregue a los casos, no me suben de la palabra “niña”. Niña, siempre niña, cuando a mis colegas siempre nombran (de forma horrorosa, en mi opinión) de doctor.

¿En qué momento puedo pasar a ser digna de otra categoría? Porque a diferencia de los hombres, nosotras nos tenemos que ganar a pulso el ser tomadas en serio. La edad juega en contra, porque se asume inmediatamente una torpeza profesional, una falta de confianza en nuestro conocimiento. Me atrevo a decir que, aunque los hombres también pueden sentirse traicionados por la juventud, no los infantilizan de la forma en la que lo hacen con nosotras.

Aunque la sociedad ha avanzado, la belleza sigue siendo asociada con la superficialidad, la vanidad, con la ausencia de capacidades críticas. Podría uno decir que no, pero es distinto todo cuando eres una mujer joven, en especial si eres femenina, porque tu ambiente laboral se puede condicionar por ello. La sexualización es inevitable, el ser parte de una fantasía que fue vendida por la pornografía donde es extraño que la belleza y la inteligencia cohabiten.

El esfuerzo que debemos hacer es doble. Tenemos que convencer a nuestros futuros jefes y potenciales clientes que, por más jóvenes que estemos, nuestro trabajo puede de tomarse en serio. La experiencia femenina es tan performativa que incluso siendo conscientes sobre aquellos juicios de valor, muchas veces permitimos que sean replicados porque es a lo que se nos ha acostumbrado. Así, yo juzgo también a mis colegas, y ellas harán lo mismo conmigo aunque nadie en verdad lo desee, aunque sepamos el daño que nos estamos haciendo.

La balanza que oscila entre luchar con las garras para ganarme un puesto, ser categorizada de testaruda y temperamental, dejarme entregar al flujo de las cosas, ser percibida con suavidad y dejar que otros sean quienes tomen mis decisiones se vuelve más difusa que nunca. Por un lado veo posible que mi carácter supere mi físico, mi vanidad y juventud, a costa de soltar todo aquello que me vuelve vulnerable, creativa y libre; por el otro, duele expresar este sentir, ya que pasarán años hasta que el dejar de luchar sea una opción, donde no tenga que sacrificar pedazos de mí para que el prójimo, usualmente masculino, me vea más allá de sus propios ojos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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