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Hay un elemento fundamental en el desarrollo de la sensibilidad humana: la música. Nuestra educación musical comienza desde antes de nacer y a través de ella integramos la sonoridad de nuestro entorno. La voz de la madre tiene el poder de calmar a su bebé porque este la ha escuchado desde “siempre”: es algo conocido en un mundo en el que la mayoría de las cosas son nuevas y extrañas. Las primeras canciones, las nanas, con sus estructuras en apariencia sencillas, transmiten tonos y ritmos que tienen el poder de modular el estado de ánimo de los niños. Si te canto así te tranquilizas y puedes dormir, si te canto de esta otra manera te pones alerta y podemos jugar.

La música educa los sentidos que serán la base del desarrollo del pensamiento. Es un dispositivo de relación con el entorno: una forma de darle al niño la bienvenida al mundo en el que apareció y de mostrarle cómo suena el lugar en el que va a crecer. Es un medio de expresión que conecta al nuevo humano con el grupo al que pertenece. En ella se representan historias, se construyen personajes y se aprenden los códigos de la imaginación. A través de la música se afianza el lenguaje y se desarrolla la función simbólica con la que representamos la realidad. Además es una forma de socializar: la música conecta a quien la escucha con los otros. Para un niño la música es una forma de conocer a su familia. Recordamos a nuestros abuelos, padres y tíos por las canciones que escuchaban. No es un capricho que a los discos se les diga “álbumes”: son una forma de conservar la memoria. 

El Grammy a mejor álbum de música infantil fue para un trabajo que se llama, según mi propia traducción, “Crecemos juntos, canciones de preescolar”. Son quince pistas desconcertantes, monótonas y carentes de gracia. Más que canciones parecen sonidos emitidos por una máquina programada para darle a los niños instrucciones absurdas para que se “comporten”. En lugar de estimular su curiosidad con historias sobre animales fantásticos, o de expandir su lenguaje con juegos de palabras ingeniosos, estas “canciones” premiadas instruyen al niño para identificar sentimientos con trampas del estilo “llanto igual tristeza”, “la tristeza es azul, la rabia es roja”. Los “temas” tienen versión en inglés y en español y, algunos, video: una mezcla de animaciones burdas con imágenes superpuestas de los adultos que las interpretan y que asumen una serie de poses ridículas mientras “cantan”. Como si ser niño fuera ser idiota. 

La música “preescolar”, la música para niños, es toda la que le entrega a sus destinatarios noticias sobre la belleza del mundo y sus sonidos. Canciones como las de María Elena Walsh, Cantoalegre y Colectivo Animal, o las que le canta un abuelo a su nieto mientras le cuenta la historia de cómo las conoció y por qué le gustan. La que hace preguntar a quienes la escuchan ¿qué instrumento suena así? y los lleva por el camino maravilloso de descubrir de qué están hechas las cosas. La que llega a un lugar que no sabemos dónde está, pero que hace que nuestro cuerpo responda a los sonidos con movimiento. La música para niños es la que nos recuerda que ser humanos es, sobre todo, sentir. 

Que el premio de este año haya sido para un álbum que es lo opuesto a todo lo que acabo de describir debería cuestionarnos. ¿A qué mundo le da la bienvenida esta “música”? ¿Qué sensibilidad pretende cultivar?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valeria-mira/

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