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“Entonces fue cuando empecé a darme cuenta de que se aguantan mucho mejor las contrariedades grandes que las pequeñas nimiedades de cada día.”

Nada. Carmen Laforet.

Paso fines de semana –una semana cuando la vida se excede– en un lugar que es como un espejismo. Allí corro en las mañanas junto a una represa que a esa hora refleja el mundo entero. Su belleza e inmensidad dificultan a veces saber a dónde mirar; hay una especie de nostalgia anticipada al presentir la imposibilidad de abarcarlas, la certeza de perderse una infinidad. Y hay siempre vacío al contemplar el último rinconcito de agua desde alguna curva de la carretera que se aleja. Allí pasé el fin de 2023 y el principio de 2024 que, excepcionalmente, parecieron fundirse. Como si me hubiera adentrado en ese espejo apacible y entonces el empalme fuera desde un cielo testigo de un conteo de años lleno de ansiedad. Como si mirara de lejos, sin necesidad de pensar si todo estaría bien (sabiendo que no todo está bien).

“¿Cómo quieres disfrutar de los frutos de lo cotidiano cuando, antes del mediodía, sólo piensas en el suplicio que te espera y si, por la tarde, te machaca lo que has visto? Intenté no pensar en ello. Por desgracia, no existía aprendizaje más difícil. Si fuéramos capaces de dejar de pensar en nuestros problemas, seríamos una especie feliz”, dice Amélie Nothomb en Metafísica de los tubos. Pensar nos esclaviza, pero hay un enorme poder al elegir a qué regalarle más intensidad. En diciembre pasé una semana en la playa. Cada mañana sonaba el despertador a las 6:00, cuando todavía brillaban las estrellas en un cielo negro y afuera era todo quietud. Mis párpados pesados me insinuaban el absurdo de esa sensación en días de descanso, pero mi mente anticipaba la euforia del sol rojo y enorme saliendo detrás del mar mientras yo lo perseguía corriendo al borde de las olas, y entonces saltaba de la cama y me alistaba para correr.

En medio de amenazas permanentes de muerte, cuenta la valientísima alcaldesa de una localidad afgana, Zarifa Ghafari, que a veces no quiere pararse de la cama por la mañana pero que se dice que lo tiene que hacer y lo hace cada vez: cruza la puerta y se monta al carro para viajar entre los talibanes que la quieren matar.

Decía que sentí cierta sutileza en el cambio de año, pero el primer día de retomar la rutina cayó como un rayo y recordé que fácil no será nunca, aun sin tener que enfrentar talibanes. Casi no abro la página blanca en la que empezar a escribir, como si hubiera un muro y detrás estuvieran lo que más amo y lo que más temo, y delante mis ganas de no mirar nada de eso a los ojos. La selva desde fuera parece demasiado espesa como para poner un pie dentro. Solo cuando revisé mis notas empecé a recordar por qué escribo, a sentir lo que se mueve cuando lo hago, a retomar una respiración que no estuviera enfocada en el futuro. Hay que poner el pie. Así como el último día en la playa, cuando la euforia caía en picada recordándonos que no era esa en realidad nuestra vida, le dije a mi pareja: “todavía estamos aquí”.

Hace unos días me buscó una mujer a la que no conozco. Me contó que se sentía perdida, triste, insegura y que “ella antes no era así”. Entre otras cosas, le dije que no se construyera esa cárcel, que no se declarara portadora definitiva de aquello que no le gustaba y que la hería. Nos damos muy duro. Las redes sociales y el sistema nos venden una vaina que llaman normalidad. Entonces empieza el año, cada uno mira su vida, la presiente distinta —tal vez impostora—, ve el camino borroso y le tiemblan las piernas al intentar pisar huellas ajenas. Cuenta la escritora inglesa Jeanette Winterson en unas memorias que su madre adoptiva no podía aceptarla a ella, que era lesbiana y amaba los libros y la vida, y que un día, cuando Jeanette le expresó que era feliz junto a una mujer, su madre le respondió: “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”

No hay que resolver el año ni la existencia hoy. Solo hay que salir a la negrura silenciosa y correr y ver salir el sol para sentir el ritmo del corazón. Poner el pie. Al carajo la normalidad y los caminos tallados en piedra de lo que debería ser la vida. Seamos raros en busca de esa felicidad esquiva y disfrutemos la rareza. Vivir es cambiar. Y todavía estamos aquí.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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