La naturaleza es un milagro permanente. Una muestra clara de que la vida es fuerte y que sin importar las condiciones y determinantes, prospera y muestra su mejor cara.

Solo es detenerse a observar un poco y tratar de conectar con la autenticidad y pureza que refleja. El murmullo del viento, los cantos de las aves, el resplandor del sol, la intensidad de la lluvia, el olor del suelo, los colores y formas de las flores. Es un abanico de genialidades que no cesan de estar y de ser. Hay tanto por aprender.

Al adentrarse en ella, es posible entender el verdadero valor del silencio y la calma. La vida no necesita escándalos ni grandes alborotos, no necesita aparentar. Solo ser.

Yo me siento constantemente inspirado por la naturaleza. Siento esa conexión intensa al ser parte de algo más grande. Pero también el dolor y la impotencia por ver como día a día se va destrozando a pedazos. Por eso hago que mis acciones cada vez tengan un impacto menor, pues ¿quién soy yo para arrancar la vida y pretender que es mía?

La naturaleza es la mejor escuela de resiliencia y simpleza. En ella lo esencial es lo que predomina. Nosotros estamos tan ocupados con montones de cosas superficiales y sin importancia. Arrastrados bajo una falsa sensación de libertad y realización, mientras lo más importante pasa a un lado.

Hace falta volver a lo simple, a lo que realmente vale y tiene significado. A que el recorrido en este planeta deje huella sobre otros y lo que nos rodea. Eso no significa acciones extraordinarias, sino lo contrario. Es prestar más atención a cada detalle y estar dispuesto a vivir con intensidad el momento presente. Desde una perspectiva más abierta a la sorpresa y la inocencia. A que todo tiene su grandeza escondida y no hace falta sino dejarla salir y observar. Así la vida cobra más sentido, cada momento llena el corazón y es suficiente.

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