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“Qué ingenuo sería que en días así, puestos ante el acelerado vértigo de la historia, nos atreviéramos a explicar una guerra a partir de la compasión.”
José Luis Sastre.
Durante mi niñez, guiada por mi corazón y no por dioses ni religiones, rezaba cada noche una oración que inventé. Quizás ya intuía que repetir una retahíla ajena no significaba nada. Recuerdo que a mi pedacito inventado le agregaba peticiones muy específicas que casi siempre tenían que ver con la gente que yo creía ver sufrir: la lista pasaba por familiares que percibía solitarios y se extendía hastala paz mundial.
Al crecer todo eso fue pesando. Sentir a los demás pesa. Fui la que escribía cartas a tías abuelas para que supieran que al menos yo las quería. Soy la que se acuesta pensando en el mesero al que alguien no le dio las gracias, en la señora con la mirada perdida en la calle, en el perro flaco al borde de la vía, en los delfines muertos en el Amazonas, en el árbol talado que llora. Me acuesto imaginando al otro, como decía el gran Amos Oz que se debía hacer para evitar el fanatismo y el odio.
Soy la que opina distinto en la familia —que debe amarme incómoda—, la que moldea su mirada con base en desconocidos que están muy lejos y tienen muy poco, la que no elige el gobierno que más directamente la beneficia, la que nada a contra corriente porque no sabe hacerlo de otra manera. Soy la voz que desentona en el coro que repite. Soy todo ese peso que ahoga.
Soy la que ha recorrido museos del Holocausto alrededor del mundo, incluidos el de Yad Vashem en Jerusalén y el de Auschwitz en Polonia, y la que escribió una tesis de maestría sobre la obra de Primo Levi para analizar el genocidio desde la literatura, llorando mientras escribía, asimilando la capacidad del hombre de ser un monstruo. Soy también, precisamente por haber ahondado en el dolor del pueblo judío, la imposibilidad de aceptar la situación palestina desde hace tantos años y los videos de sus niños temblando y sus adultos enloquecidos que no puedo parar de ver y que tengo atravesados en la respiración. Soy mi insistencia en no mirar para otro lado.
Por eso me resulta extraña cualquier alusión a antisemitismo referente a quienes condenamos el dolor indecible que vive Gaza por las acciones del gobierno israelí. Tengo la certeza de que la gran mayoría tenemos la mirada en más de dos millones de seres humanos sometidos a una pesadilla estratégica de gobernantes en nombre del bien del que se han convencido.
Lo único que no tiene sentido en este mundo es la falta de compasión, no imaginarse el dolor del otro, tragarse alguna bandera con todo su veneno y defenderla a ciegas sin mirar con los propios ojos. La urgencia de enseñar a mirar y a pensar. La condena de la humanidad al desamparo. Precisamente, en el museo Yad Vashem están escritas estas palabras del pastor alemán Martin Niemöller: “Vinieron por los comunistas, y no dije nada, pues no era comunista. Después vinieron por los socialistas, y no dije nada, pues no era socialista. Después vinieron por los judíos, y no dije nada, pues no era judío. Cuando vinieron por mí, no quedaba nadie para decir algo”.
No es momento para la cobardía. Se refirió el filósofo Slavoj Zizek a “aquello que el filósofo Giorgio Agamben denominó ‘el coraje de la desesperanza’, su reconocimiento de que el optimismo pasivo es una receta para la autoindulgencia y, por tanto, obstáculo contra un pensamiento y una acción significativos.” Está claro que la desesperanza en voz alta requiere coraje, nos golpea de vuelta incontables veces con el eco de nuestra propia voz que resuena sola y aleja a los que prefieren la corrección. Nadar contra la corriente nunca fue fácil ni cosa de mayorías. En esta soledad incómoda de la voz rechinante, los raros a menudo buscamos refugio en las letras, en un intento de imaginar una realidad que nos acoja, una que nos sea posible y en la que se note menos la soledad. Es nuestra oración inventada para, ante tanto dolor, evitar que, como escribió José Luis Sastre, pronto dejemos de ser los ingenuos para convertirnos en los indiferentes.
Porque conmoverse con el mundo pesa de forma aplastante, toca acostumbrarse a una incomodidad que devora por dentro. “Y la luz ya no fuera un haz de espadas / y el aire ya no fuera un haz de espadas / y el dolor de los otros y el amor y vivir / y todo ya no fuera un haz de espadas”, escribió Idea Vilariño en su poema Si muriera esta noche. Mientras tanto, aquí seguimos los de la mirada desgarrada para alzar la voz hasta que, si nos borra la ceguera, no quede nadie para decir nada más.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/