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Me sabe mal que me digan que todo estará bien. Estoy, como decimos en Medellín, “mamada” de que la gente me diga que confíe, que en unos años nos estaremos riendo de esto, que después de la tormenta siempre vuelve a salir el sol, o que tengo que mantener una actitud positiva porque eso es lo mínimo que puedo hacer por las personas que amo.
No quiero saber más de Dios, ni del karma, ni de cargas ancestrales, ni de propósitos divinos. Ya basta con los intentos de explicaciones racionales sobre por qué este año ha sido tan difícil, y por qué puede que continúen las dificultades más allá del año nuevo, más allá del puente de reyes, más allá de semana santa, y muchísimo más allá de mi cumpleaños en septiembre.
Porque la realidad es que nadie tiene la explicación del por qué mi hermano se enfermó. Del por qué tiene que pasar sus primeros instantes de adolescencia en hospitales, del por qué mi familia se tiene que preocupar mucho más allá de permisos para que él salga de fiesta, o de que saque buenas notas en el colegio.
No hay justificación alguna que me consuele por la primera navidad que pasaremos no solo sin mi tío abuelo, sino también por fuera del país por el tratamiento de mi hermano. Ni siquiera hay justificación que me haga sentir mejor sobre el por qué, en lo que parece de un momento para otro, hay familiares en el hospital, distancias infinitas, sentimientos encontrados y mucha, demasiada culpa. No hay razón, ni tangible ni divina sobre el por qué algo así debería pasar, y estoy cansada de escuchar que todo está pasando por una razón más allá de nosotros mismos.
No, no hay razón, y he tenido que aprender que a veces la vida es así; inexplicablemente dolorosa, gris, triste, miedosa. Al principio lo reconocí como un símbolo de una adultez pendiente, a la cual todavía no había llegado por más de que he vivido dos años por fuera de mi país natal, a pesar de que puedo tomar alcohol en todos los países del mundo, o a pesar de que sé cómo funcionan los sistemas de transporte público de muchas ciudades del mundo. La adultez para mí ha sido, hasta ahora, acostumbrarme al peso de la realidad sin magia.
Al peso de la realidad sin navidades infinitas, sin una rutina constante de ir al colegio y volver todos los días, de la imprevisibilidad del día a día, que con cada giro que toma la ruta de lo cotidiano me he sentido más y más cerca de un abismo. Y luego lo vuelve a hacer, recordándome que siempre lo peor está ahí, latente, respirándonos en la nuca.
Entonces, he decidido optar por un optimismo deliberado. Entiendo, desde lo más profundo de mi conciencia, que mi vida es mía, y de nadie más. Que tengo el poder de decidir cómo tomo las situaciones nuevas; si desde un corazón que lo siente todo tan profundamente, desde el blindarme a lo que pueda sentir, o desde un intermedio entre ambas opciones.
El optimismo deliberado reconoce la toxicidad que implica decirnos a nosotros mismos- y decirle al mundo- que todo estará bien al final. Porque, ¿qué pasa si no lo está? ¿Qué hay de mí si lo peor que puede pasar, pasa? Aunque antes me daba rabia con quienes me aseguraron confianza en que todo saldría perfecto, o que “no hay mal que por bien no venga,” ahora los entiendo, y los admiro. Yo también quiero volver a pensar que todo va a estar bien, sin importar lo que tenga al frente.
A pesar de esto, escojo no pensar en lo malo. Escojo enfocarme en lo bueno, que también es mucho. Porque una parte de mi adultez también ha sido darme cuenta de que, así como lo bueno no quita lo malo, lo malo tampoco quita lo bueno. No se trata de pensar que lo bueno es más, que hay más felicidad que tristeza, porque a veces la tristeza puede ser tan grande que opaca cualquier fuente de felicidad, haciendo que los demás la vean mientras nosotros andamos con los ojos vendados por el miedo al qué pasará.
Ha sido hermoso poder escribir cuanto se me ocurra desde que empecé a escribir en No apto en octubre del 2021. Releyendo mis primeras columnas me enteré, apenas ahora, de lo ingenua que era, y recordé con nostalgia mis últimos momentos viendo la vida como si tuviera polvo de hadas en la retina de los ojos. Antes de darme cuenta de que tal vez, después de tantos años implorándole al universo el convertirme en adulta, lo que veía como la metamorfosis de una oruga a una mariposa, quería devolver el tiempo en vez de adelantarlo.
Entonces, escribo esto no solo como una invitación a quienes atravesamos momentos difíciles, sino también para quienes nos acompañan. Sus seres queridos ya han escuchado todas las razones, todas las explicaciones, y probablemente han intentado inventarse una racionalidad propia en el proceso. Pero yo he necesitado también que la gente me diga que sí es horrible. Que sí es una mierda, que no hay manera de explicarlo, pero que a pesar de eso, puedo escoger seguir esperando un buen resultado; no solo porque otros dependen de mí, sino porque yo también lo hago. Yo escojo ser optimista, aunque a veces es más difícil aplicarlo que escribirlo. Yo escojo mi realidad del ahora porque es la única que puedo controlar. Hoy, y nada más.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/salome-beyer/