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Esta columna habla sobre mi relación con mi cuerpo, la gordofobia, y los desórdenes alimenticios. Si por cualquier razón sientes que no puedes leerla, no lo hagas.
Cuando estaba en el colegio, al cumplir los 12 años, me enteré de que lo ideal era que mi cuerpo fuera delgado. Acababa de empezar la escuela intermedia, estaba en sexto (o primero de bachillerato) y empezaba lo que yo veía como una nueva etapa. Podíamos usar casilleros, ya teníamos que rotar de salón en salón dependiendo de la clase que tuviéramos, y compartíamos los corredores con los estudiantes de séptimo y octavo.
En octubre, un mes después de empezar el año escolar, me caí montándome a un árbol, y me perforé el muslo con una rama. Primero pensé que era un raspón, como los que me hacía cuando montaba en bicicleta o en patines, pero al mirar hacia abajo e intentar limpiarme, toqué una sustancia que en mis manos parecía mantequilla. Me había abierto la pierna de tal forma que a través del hueco que tenía se me estaba saliendo la grasa del muslo.
En el hospital, me tuvieron que hacer una cirugía para la cual me rehusé a anestesiarme porque al otro día tenía mi primer modelo de Naciones Unidas organizado por la Alcaldía de Medellín en Plaza Mayor; no podía llegar con dolor de cabeza ni náuseas. Entonces, luego de varios pinchazos, en un quirófano gris y frío, me suturaron la herida, y el doctor paró de contar después de 90 puntos.
Fueron cuatro capas de puntos, y mi muslo izquierdo nunca volvió a ser el mismo. Hasta el día de hoy la gente, cuando me ve en vestido de baño, me pregunta qué me pasó, y con orgullo cuento esta historia, sabiendo que fue el último golpe de mi infancia. Pero en ese momento significó que tuve que parar de ejercitarme durante muchas semanas, y las dos horas de voleibol de todos los días fueron reemplazadas por quietud desesperante.
Subí de peso, claramente. Además de la falta de ejercicio, estaba pasando por tantos cambios en mi cuerpo que vivía en un estado constante de ansiedad. Me podía comer seis helados seguidos, me “robaba” las galletas Macarena de la cocina de mi casa para tenerlas en un cajón de mi escritorio y comérmelas mientras estudiaba.
Desarrollé una relación pésima con mi cuerpo. Cuando pude volver a jugar voleibol, luego de que me quitaran los puntos y parara de tomar antibiótico, me encontré con que mi cuerpo no era el mismo; era completamente diferente al cuerpo que había tenido toda mi vida. Mis muslos eran más grandes, las caderas más anchas, la barriga más inflada, la cara más redonda.
Aprendí a pararme de tal manera que mis piernas se veían más delgadas en las fotos; a caminar chupando barriga y a relajarla solo cuando dormía. No podía hacer nada con el hueco que tenía en la pierna, entonces aprendí a quererlo, pero nunca pude con los gorditos, ni con la barriga, ni con la papada, ni con los cachetes.
Tampoco me ayudaba que vivía comparándome con todas mis compañeras. Pensaba que, si tan solo fuera tan bonita como ellas, tan flaca como ellas, tendría más amigos. Podría controlar la ansiedad que dirigía mis acciones. Podría tener uñas lindas, no como las que tenía sin pintar y llenas de uñeros porque no paraba de comérmelas. Podría ser feliz.
Más adelante, empecé a escuchar comentarios de quienes me rodeaban criticando a otros por ser “gordos”. Diciéndoles feos, inútiles, perezosos. Diciendo que se preocupaban por la salud de “esa gorda,” que le vendría bien un gimnasio. Y también empecé a ver cómo mis compañeras se desvanecían; no comían en las ocho horas que pasábamos en el colegio, escuchaba a varias vomitar en los baños. Empecé a preguntarme si yo también debería empezar a contar calorías, si debía ir al gimnasio a los 10 años, o si tal vez yo también debía parar de comer azúcar.
Hablo de esto porque hace poco se viralizó un video donde tres mujeres de Medellín critican a las mujeres “gordas” que utilizan crop tops y shorts corticos. Y ante la indignación de muchísimas personas en redes sociales, tengo para decir lo siguiente: ¿así no es como hablan en su grupo de amigos? ¿En su grupo de amigos no ridiculizan a alguien por cómo se ve, por lo que come, por los hábitos que asumimos tienen o no tienen? Porque ese video lo he vivido yo en carne y hueso toda mi vida.
Claro, indignante que se compartan estos mensajes en redes. Pero me parece todavía más grave que en nuestro día a día dejemos pasar estos comentarios como si fueran simplemente humor barato, cuando nunca sabemos quién está escuchando ni cómo le puede afectar. ¿Por qué sentimos la necesidad tan urgente de hablar sobre los cuerpos ajenos? ¿Es que acaso todos tenemos licencias de psicología y nutrición para dictaminar qué es lo saludable?
Un día después de descubrir este video en TikTok, también vi el video de Antho Pulgarín, un amigo librero y amante de la literatura, donde compartió su experiencia con una marca en una feria de Medellín. “Es que usted tan gordo y con tanta carne tapa todo el stand,” le dijeron.
Tengo claro que quienes hablan de los cuerpos ajenos son los más inconformes con el suyo. Los psicólogos han demostrado que los humanos tenemos una manera de lidiar con nuestros dolores mientras los proyectamos en los otros. Pero estos comportamientos son, sencillamente, inexcusables.
No me importa que seas deportista, actor, cantante, o modelo. No me importa que seas influenciador, que tengas una marca de ropa deportiva, o que encajes en los estándares de belleza que nos han impuesto. Ni lo que comes, ni las calorías que cuentas, ni cuántas veces vas al gimnasio a la semana. Porque nada de esto justifica que opines sobre los otros cuerpos, que probablemente, han atravesado batallas que ni tú ni yo podremos imaginar.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/