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En el colegio nunca leí a muchas mujeres, aunque toda la población estudiantil fuera femenina y la mayoría de nuestros profesores también. Disfruté de Miguel de Cervantes, le cogí un amor profundo a Julio Cortázar y odié con cada parte de mi ser los libros de Benito Pérez Galdós. En el colegio leí demasiado y de la mano de los autores entendí lo mucho que me llenaban los libros, no obstante, no era lo suficientemente consciente de que no estaba siendo representada. Leí realidades muy ajenas, desde una óptica muy ajena: la masculina.
Miraba títulos de libros, sus portadas, tamaños y colores; no me preguntaba mucho sobre la persona que se atribuyó el crear o contar una historia. Entrar a la universidad fue una experiencia más allá de la academia porque en las aulas y con mis compañeras empecé a entender sobre la representación. ¿Cuántas autoras reconocidas podía enumerar con mis dedos? ¿eran blancas o negras, europeas o latinoamericanas, cis o trans?
Empezaron a aparecer nombres en mi cabeza y boca, nombres de mujeres que habitaban la literatura como Charlotte Brontë y Emily Dickinson, Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik, me enfrenté a la poesía como la expresión más pura de la experiencia femenina y me apropié de un género donde me sentía abrazada desde la vulnerabilidad, la ira y el amor. Me sentí representaba desde la experiencia de ser mujer y pensé que todo llegaba a su límite allí.
La poesía fuera de las aulas y los doctrinantes dentro de los salones. No tardé mucho en entender lo problemático que era esto, estaba encasillando como natural aprender teorías y leer sobre académicos más nunca de académicas. La poesía era una parte fundamental de mi pero no era solo un ente emocional; me importaba el mundo desde la educación y la ética, la filosofía, el aprendizaje puramente académico y entendí que también debía sentirme representada en ello.
Una profesora me presentó un nombre que desató como en efecto cadena a muchos otros. Inicié con Martha Nussbaum y luego con Hannah Arendt, Simone de Beauvoir, Carol Gilligan, Judith Butler y Nancy Fraser. Entendí la filosofía, la academia y el mundo con un rostro de mujer, uno que me hizo ver como posible que yo, al igual que ellas, haga parte de la historia y me adueñe de las palabras más allá de los poemas y el mundo emocional que ya nos pertenecía.
Muchos textos, contextos y autoras después puedo afirmar que educar en el feminismo es hacerlo desde la verdadera autonomía, y acercarse al conocimiento desde esa libertad es encontrar el verdadero aprender.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/