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A la abuela Consejo la recuerdo llorando. Tan pronto pronunciaba el nombre del papá se le empapaban los ojos. La abuela Consejo se vistió de blanco, toda, medias, zapatos, calzones, brassier, falda, blusa, desde el 2 de julio de 1988 que lo mataron hasta el 11 de agosto de 2004 que se murió ella. Todos los días lloró.
Mi recuerdo de la abuela es este: cuando iba a Riosucio a visitarme, me llevaba al cementerio. A mí no me gustaba porque no creía que el papá estuviera allá. Yo hablaba con él todos los días, en cualquier parte, y me parecía terrible la escena: comprábamos flores, bajábamos la falda que hay para llegar al cementerio, entrábamos, caminábamos por un camino que había en la mitad, girábamos a la derecha, pasábamos tres hileras de muertos y en la última, a la izquierda, estaba la tumba. Cuando nos parábamos frente a la loza con su nombre, la tercera de izquierda a derecha, cuarta de abajo hacia arriba, la abuela Consejo rezaba. No se le entendía por los mocos. Se calmaba solo cuando me levantaba por la cintura para que tocara, como si fuera una puerta. Yo empuñaba la mano y daba tres golpes y rezaba en silencio: papá, no me vayás a contestar, por favor, por favor. Nunca, menos mal, dijo hola.
Después llorábamos las dos, como si recién lo hubieran matado. La abuela se despedía con otros tres golpes. Nada despertó al papá.
No creo que haya vuelto a ser feliz, la abuela. O a ser la misma. La veía sonreír con los nietos, cuando iba a visitarla y me llevaba como un trofeo a donde cada familiar vivo que tenía. Decía, la hija de Eduardo, y se ponía a llorar. Yo le recordaba al hijo que le mataron un sábado, una bala en la cabeza, cuando él tenía 33 años. Ya sabía de la muerte cuando le mataron al esposo, veintipico de años antes, porque era liberal: iba en un caballo para la finca, le dispararon, y lo encontraron vagando en el lomo del animal. El papá era el mayor. La abuela tenía 22 años, cinco hijos.
Al papá lo mataron por ser un político de izquierda. Un líder social. Ese asesinato le cambió la vida a la abuela, a la mamá, a mí.
La historia es una repetición que le ha pasado, con distintos nombres o variación de escenario y detalles, a muchos colombianos. Son muchas mamás en Colombia como la abuela, y lo que culturalmente nos han dicho es que en silencio es mejor. Llore a su muerto sin que se note mucho la guerra.
Cuando alguien niega las ejecuciones extrajudiciales, o Falsos Positivos, está pasando por encima del dolor de esas mamás —de los hijos, las hermanas, la familia. Les está diciendo que sus seres queridos no existieron. Los está borrando y negando un crimen de Estado en el que personas inocentes fueron engañadas para subir las cifras de muertos en combate: las hicieron pasar por guerrilleros. Les pusieron botas de caucho, los mataron, los desaparecieron. Muchas de esas mamás todavía están buscando a sus hijos. Decenas de militares han confesado su participación.
La cifra 6 402, según la JEP, es el resultado de la revisión de varias bases de datos, y no es definitiva. Se puede actualizar con nuevos hechos o versiones. Puede haber subregistro por la imposibilidad de denunciar. Pueden ser más. La Comisión de la Verdad planteó en el informe Hallazgos y Recomendaciones —según un artículo de la revista Vorágine de 2022—, 8 208 casos de personas asesinadas por agentes del Estado y presentadas como dadas de baja en combates entre 1978 y 2016, aunque el 78 % sucedió entre 2002 y 2008.
No hay un adjetivo preciso y suficiente para describir a alguien que quiere negar un crimen de Estado para hacer oposición a un presidente, sugerir que la izquierda es terrible e inventa relatos y ganar réditos políticos. Las consecuencias de la guerra no son de izquierda o de derecha. Es una cuestión de cómo nos hemos fallado como seres humanos.
Destruir el homenaje de las Madres de Soacha a la memoria de sus hijos, un trabajo artístico que han hecho con botas de caucho y que se llama Mujeres con las botas bien puestas y que esta vez expusieron en la plaza Rafael Nuñez, es negar la historia. Esas botas que tiró a la basura Polo Polo ya no eran solo botas: eran símbolos del dolor, de la ausencia, de la tristeza por los hijos que ya no están. Son sus hijos, le están gritando al mundo que existieron, y que el Ejército los mató. Es importante repetir que existieron. Sus hijos existieron. Y los mataron.
Ahí no hay solo ignorancia. Hay irresponsabilidad con las víctimas, en un país que ha estado en guerra casi desde que se hizo país. Es buscar al enemigo donde no está. Pero es más fácil negar la violencia, decir que los muertos son una mentira. Se los inventaron. Porque cuando la guerra está tan lejos, es una ficción que pasa por televisión.
Y es comprensible, de esta manera: el dolor de un muerto es difícil de entender. Duele en casi todas partes del cuerpo. Duele en la vida. Somos muchos los que lo sabemos, y ojalá fuéramos menos, no hubiera más. Pero no.
Ojalá, señor Polo Polo, señor Ariel, y la lista de negacionistas, nunca les duela tanto un muerto. Porque no es algo que se vaya. Uno sigue viviendo, la abuela Consejo siguió viviendo, pero hay un peso ahí que no se quita nunca jamás.
La cifra 6 402, la misma imposibilidad de que sea definitiva, está para recordarnos la crudeza de la guerra. Que no se nos olvide lo que ha pasado. Y no solo con las víctimas por ejecuciones extrajudiciales: en Colombia son muchos los actores de la violencia que han sumado a la lista de muertos. Al final, la realidad es esta: están muertos. La guerra nos ha dejado sin papás, sin hijos, sin mamás, sin hermanos. Somos un país en duelo lleno de vacíos que dejaron los que ya no están.
El silencio —y el negacionismo— solo le sirve a los interesados en que la violencia siga. Los muertos, en todo caso, los ponemos otros.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/