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Amalia Uribe

La energía vital que me sostiene

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Llevo toda la semana pensando sobre qué escribir en mi última columna del año. Pensé en recomendar los libros que más me gustaron en el 2022, criticar el mal trato por parte de los funcionarios del sistema de salud y en la mercantilización del ser humano, en los ciclos de siete años llamados septenios, en que ya va a cumplirse un año de la invasión de Rusia a Ucrania y, aun así, la humanidad siempre encuentra distracciones para mirar hacia otro lado y olvidarse de lo angustiante por momentos.

Tuve que hacer una pausa y ponerles freno a todas estas ideas que me aturdían pidiéndome salir, porque de tanto darles vueltas me estaba alejando de lo importante, de lo que tenía al frente que es lo que más merece mi energía y mis letras: la vida de mi mamá.

Ella tuvo una cirugía esta semana. Creíamos que sería un procedimiento sencillo, pero hasta el cirujano se asombró con lo complejo del panorama cuando entró en el abdomen de mi mamá y con el lente óptico que permite la cirugía por laparoscopia descubrió varias hernias y un estómago enrollado. Un escenario más retador de lo que imaginó después de ver las imágenes diagnósticas previas que le anunciaban un procedimiento común. La operación fue exitosa, pero debió permanecer tres días y tres noches en la clínica.

Nunca había pasado tanto tiempo en una habitación de hospital, ni me había tocado ver a alguno de mis padres hospitalizados. Como siempre, la novedad de los acontecimientos permite la ampliación de la perspectiva, y a mí esta experiencia de permanecer varias horas del día en una clínica observando la debilidad de mi madre en vez de su fortaleza habitual, y su aflicción en vez de su inmensa alegría, me hicieron darme cuenta del pilar que es ella en mi vida.

Por supuesto que jamás he dado por sentado el valor de su existencia y lo agradecida que me siento por tenerla viva y sana. Es una sensación diferente. Verla acostada en una cama con oxígeno y su vena canalizada por donde pasan todo tipo de medicamentos me hizo sentir vulnerable y desbalanceada, como un ave desorientada luego de golpearse contra una ventana. No es que mi mamá estuviera en estado crítico. Ella es una mujer de 66 años sin enfermedades de base y con buenos hábitos de vida, pero la mente puede ser nuestra peor enemiga cuando el cuerpo físico se indispone y se decae.

Escribo esta columna sabiendo que en unas horas le darán de alta y me invaden la alegría y la ansiedad por verla salir del hospital y llegar a su casa. La recuperación de la reacomodación de su estómago apenas comienza, pero saber que sale bien librada de un difícil procedimiento médico y que, en unos días, regresarán su sonrisa, su entusiasmo, su sed infinita por caminar, cocinar, renegar de sus siete gatos, hablar por teléfono con sus amigas que viven en otro país y hacer todas sus actividades cotidianas, me hace pensar en que la vida, incluso en los momentos más oscuros y angustiantes, se define y cobra sentido en las rutinas, en lo que se disfruta día a día sin mucho afán y hasta de forma mecánica por el simple placer de saberse vivo y con ansias de hacer todo, o en palabras de Sabina “jugar por jugar”.

Mi mamá es una mujer valiente y resiliente, lleva adentro toda la energía que hasta hoy me ha sostenido, y ese fue mi último gran descubrimiento del 2022 que, sin duda, ha estado colmado de aprendizajes. Escribo hoy para ella porque no me interesa que nadie más me lea, solo anhelo que, con estas palabras, mi último texto de este año, ella se llene de inspiración y fortaleza. Y también que sepa, que nunca olvide, que su existencia y su amor son el eje, lo que nos mueve e impulsa a sus hijos, a su esposo, a todos los que la rodean. Que sea hoy un motivo, el único importante, para celebrar la vida y la incandescente llama de mi madre que fluye y permanece gracias a que —como le dijo mi hermano—: “tu corazón y todos tus órganos aguantaron lo impensable porque todavía te queda muchísimo por delante”.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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