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El aleteo de la cultura

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Mi papá me decía que nosotros no tenemos el derecho de matar a ningún animal. Y si por desespero usaba mis palmas para silenciar algún mosquito que me estaba fastidiando, me preguntaba que qué pasaría con sus bebés. Con una voz aguda, mi papá imitaba lo que yo en mi imaginación infantil veía como bebés indefensos, diciendo “¿Dónde está mamá? ¿Quién nos va a alimentas?” Me decía que ahora todos los mosquitos bebés se morirían de hambre. Entonces, yo me ponía a llorar, y hasta hoy cuando mi hermano entre risas hace los mismos comentarios para burlarse de mi inocencia, se me llenan los ojos de lágrimas.

No crecí siendo animalista, para nada. Saludaba a los perros en las casas de mis amigas y al segundo me lavaba las manos porque me daba asco su pelo, su saliva, y aunque no me asustaban, sabían que cuando se me tiraban encima a saludarme iban a ensuciarme. Los animales para mí siempre fueron una inconveniencia. Nunca los odié, pero su defensa nunca fue primordial.

Todo cambió con Uma. La primera perrita que por cosas de la vida mis papás aceptaron en la casa, aunque yo nunca les había rogado por una mascota. Y luego fue Isla, de quien he escrito ya varias veces. Llegó hace exactamente dos años llena de cicatrices, recién separada de sus cachorros, y con una mirada amarilla de sospecha, pensando que le íbamos a pegar cuando ella menos se lo esperaba. Porque así había sido su vida en San Andrés. Finalmente (aunque no dudo que llegarán más), vino Negro, encontrado en una carretera del oriente antioqueño, gordo pero desnutrido. Y así en mi familia pasamos de ser cuatro a ser siete en cuestión de dos años.

En vez de los animales, mi causa, como bien lo saben quiénes han leído mis columnas, ha sido siempre el feminismo. Pero en un principio la defensoría de los derechos de las mujeres no fue lo que me importó. En cambio, estuve explorando como pasamos de no poder ni salir a la esquina sin acompañamiento masculino, a manejar un carro, trabajar, tener cuentas bancarias a nombre nuestro. Me intrigó el por qué mi bisabuela se había casado a los trece años mientras yo siempre he visto al matrimonio como un acontecimiento condicional, y muy lejano.

Entonces, realmente, a mi lo que me interesa es el cambio. Pero no el físico, sino ese que no se puede explicar con ciencia. El cambio que no tiene fórmulas, predicciones, ni patrones. He querido saber por qué las sociedades, particularmente la colombiana, ha cambiado tanto. He enterrado la nariz en libros, podcasts, y documentales sobre historia para poder entender exactamente como es que hemos llegado a donde estamos hoy, pero, como les dije, no hay manera de saber exactamente qué motiva a una sociedad a hacer cambios de fondo, en la estructura de nuestro día a día. 

Hay quienes le atribuyen más importancia a la geopolítica, la influencia del Marxismo, a Truman, o a Cuba. Hay quienes le atribuyen estos cambios al Florero de Llorente, como quien dice que hay poblaciones que aguantaron tanto que se cansaron, aguantaron hasta que les quebraron el florero. Otros a la tecnología, al poder de estar conectados en un mundo globalizado. De poder ver con nuestros propios ojos la Primavera Árabe, la despenalización del aborto en Argentina, las guerras en Ucrania y en Gaza. En fin, lo que está claro es que nadie sabe.

Pero sí he aprendido que, así como las sociedades cambian, las culturas también. Porque las culturas son infinitamente mutables, yendo de un lado a otro constantemente, y sin nosotros darnos cuenta. Únicamente nos daremos cuenta del cambio cuando tengamos más años atrás que por delante, y seamos nosotros los que exclamemos, “¡Qué barbaridad estas generaciones de hoy!”

Lo que antes era costumbre, encontrar marido en los quinces, ahora es un crimen. Le llaman pedofilia, y matrimonio infantil. Las corridas de toros en Medellín ahora son una moda de ricos. Lo que antes era común, tener perros únicamente para proteger las casas, lotes y haciendas, ahora es la excepción, muchos prefiriendo acurrucarnos por la noche con nuestros peludos. Tener esclavos pasó de ser la manera de reafirmar nuestra posición en sociedad y tener mano de obra disponible y gratis (ideal para el capitalismo) a ser penalizada en 1851. Porque la belleza de la cultura es que nunca es la misma. 

La ministra de Agricultura, Jhenifer Mojica, dijo hace poco que la prohibición de la pesca de tiburones en Colombia es “odiosa,” “gomela,” y “racista.” En sus comentarios mencionó que es una práctica ancestral de muchas poblaciones, particularmente aquellas en Buenaventura. Pero, señora ministra del “gobierno del cambio”, ¿no es esta la belleza de la cultura? ¿No es hermoso que ahora, con el conocimiento científico que tenemos, podemos tomar decisiones sabias que protejan el futuro de los ecosistemas de Colombia?

El hecho de que las cosas hayan sido de cierta manera por muchísimos años no les da validez. Claro, les da un valor sentimental profundo. Pero nunca podemos escudarnos en que algo se ha hecho de cierta manera durante siglos para seguirlo haciendo así, porque si este fuera el caso, yo no podría ni escribir ni leer. No apto sería una plataforma hecha únicamente de hombres para hombres, sin espacio para debatir ideas. Yo no me podría poner los pantalones que tanto amo, ni podría debatir sobre existencialismos como me gusta sin portar una estructura metálica en la boca como penitencia. En vez de rescatar animales mi papá sería taurino, y seguiríamos usando las pesetas como moneda. Y claro, si seguimos viviendo como lo hemos hecho siempre, nos quedaremos, cada vez más, sin la posibilidad de admirar la biodiversidad que tanto nos enorgullece, al segundo país más biodiverso del mundo. Nos quedaríamos sin nuestro mayor tesoro.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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