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Buenas palabras con mala reputación

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Así como hay imágenes que valen más que mil palabras, también hay palabras que valen más que mil imágenes: por su belleza, por todo lo que connotan y por su carga de sentido. Amor, paz, serenidad, por citar algunas.

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El lenguaje, o más precisamente las lenguas o idiomas, son sistemas complejos y de una riqueza sinigual. Además de ser sumamente precisos: no existe sinonimia total, es decir, dos palabras que signifiquen exactamente lo mismo. Son de las grandes invenciones del ser humano. El habla, que es el uso particular que cada individuo hace de la lengua, al contrario, tiende a empobrecerse.

Mientras los idiomas nos ofrecen un menú de palabras cada vez más amplio, el repertorio personal es día a día más limitado. El bajo índice de lectura se señala como la principal causa de esta estrechez del pensamiento, pues, al fin de cuentas, un habla pobre da cuenta de un pensamiento pobre. Obviamente, esto hay que relativizarlo de acuerdo con el universo de cada ser humano: no se puede evaluar con el mismo rasero a una persona iletrada que vive en un lugar recóndito, que a un docente universitario de una gran urbe.

Lo indiscutible es que para desarrollar las habilidades lingüísticas de salida (hablar y escribir) es necesario estimular las de entrada (escuchar, no solo oír, que es un asunto fisiológico, y leer). Otra causa determinante en la pobreza de nuestra habla es que las tecnologías de la información y la comunicación, más que un apoyo para el desarrollo de estas capacidades, las han ido atrofiando. Bueno, realmente somos nosotros los que hemos hecho esa concesión, por no tomar las riendas de las tecnologías que usamos.

Un paréntesis para aclarar que me incluyo en esta crítica, porque no soy ejemplo de buen escritor. Incluso, confieso que he perdido habilidades en este sentido, precisamente porque ahora leo menos.

Ahora, si bien es evidente que me inquietan nuestras crecientes limitaciones cuantitativas para expresarnos verbalmente, me preocupan más las cualitativas. No solo utilizamos ahora menos palabras, sino que muchas las usamos mal, algunas las volvemos comodín, empezando por la palabra cosa, y otras más, de uso recurrente, las hemos ido vaciando de sentido, al punto de que buenas o bellas palabras han terminado con mala reputación.

Así como hay imágenes que valen más que mil palabras, también hay palabras que valen más que mil imágenes: por su belleza, por todo lo que connotan y por su carga de sentido. Amor, paz, serenidad, por citar algunas. Pero cuando no las utilizamos adecuadamente, terminan perdiendo su estética y se vuelven cosméticas. En el ámbito administrativo, laboral y de gestión, hay expertos en hacer eso. He aquí unos pocos ejemplos, entre miles que puede haber.

Imagen. Es una re-presentación o síntesis mental que me hago de algo o de alguien, pero la hemos reducido a las formas y a la apariencia, que también las contempla, aunque no se agota ahí. Pregúntele a alguien por la imagen que tiene de otra persona y posiblemente la resumirá en unas pocas palabras, que poco o nada tiene que ver con su apariencia: inteligente, trabajador, disciplinado, terco, impaciente, por citar algunas. Pero en el contexto empresarial está tan desgastado el término, que lo hemos remplazado por uno más vendedor: marca.

Radical. Normalmente lo utilizamos como un adjetivo peyorativo para criticar a alguien por extremista o dogmático, cuando su primera acepción nos refiere a alguien que tiene raíces o arraigo, lo cual es una virtud cada vez más escasa.

Pragmático. Se utiliza con frecuencia para alagar a alguien por su capacidad de lograr lo que quiere o necesita, independiente de cómo lo consiga, esto es, soslayando los medios para alcanzarlo. Todo lo contrario al auténtico pragmatismo, cuyo padre filosófico es Charles Sanders Peirce, fundador de la semiótica moderna y una especie de Da Vinci estadounidense, que abogaba, ante todo, por considerar los efectos prácticos que susciten nuestras ideas, conceptos y propósitos, antes de ponerlos a rodar.   

Administrar. Su etimología nos invita a ponernos al servicio de los otros o de una causa. Viene de ad-minister y los ministros (religiosos, políticos o de cualquier índole) son o deben ser básicamente unos servidores. Pero no, en los programas académicos de administración, sea de pregrado o posgrado, enseñan básicamente a poner a otros al servicio de uno. Por eso administrador lo equiparan, por ejemplo, con líder, y dicen que tal calidad la tiene aquellos que lograr que las demás personas hagan lo que ellos quieren.

Precisamente es en el ámbito administrativo y de la gestión, tanto en la academia como en las organizaciones, en donde más se distorsionan las palabras, los conceptos, los términos y las expresiones bonitas y potentes. Que la estrategia, con sus cientos de acepciones; que la Ley de Murphy; que la entropía (¿cuántos saben que significa esto desde la termodinámica?) o el caos, a lo que la igualan… y bla, bla, bla. Ahora no hay reunión en el ámbito empresarial en donde no se tenga que decir la palabra orgánico, así la mayoría no entiendan bien su connotación.

Comprendo que el uso del idioma responde también a la economía de la existencia humana y por eso nos tratamos de ir por la fácil, inclusive con nombres propios: a las catalinas les decimos Cata, a las valerias, Vale y así con muchas otras expresiones. Ni qué decir de los apocopes o atajos que utilizamos por WhatsApp, para escribir mucho con muy poquitos caracteres.

También entiendo que las palabras admiten resignificaciones y con el tiempo se distancian de su etimología o connotación originaria, como bruja, que hoy tiene un sentido peyorativo, pero que en la filosofía antigua aludía a una mujer sabia, como la bruja Diotima, a la que Sócrates enaltece, a juzgar por algunos Diálogos de Platón.

Pero una cosa es aceptar que las lenguas son estructuras dinámicas, que se enriquecen con la realidad y las interacciones humanas, y otra muy distinta es maltratar las palabras, hasta vaciarlas de sentido. Si nuestro repertorio de significantes es cada vez más limitado, procuremos por lo menos usarlo bien. O mínimo, a las palabras buenas y bellas –aunque todas lo son, si se utilizan adecuadamente– no les dañemos la reputación.

Otros escritos por este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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