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Alejandro Cortés

Violencia institucional y democracia

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Max Weber definió al Estado como aquella institución que logra el monopolio eficaz y legítimo de la violencia en un territorio determinado. En las democracias constitucionales contemporáneas, este monopolio de la violencia no está, por supuesto, en cabeza de cualquier funcionario estatal, sino de cuerpos especializados en el ejercicio de la misma y que genéricamente llamamos fuerzas armadas o fuerza pública. Adicionalmente, del hecho de que esas fuerzas detenten el monopolio de la violencia legítima del Estado no debe concluirse que pueden ejercerlo de cualquier manera, pues en los Estados de derecho todo poder público, especialmente la violencia institucionalmente organizada, debe ser realizado de acuerdo a reglas establecidas en la constitución y las leyes.

La fuerza pública es de importancia crucial en los Estados contemporáneos, pues está encargada de servir como agente protector frente a posibles amenazas externas, tarea usualmente encomendada a las fuerzas militares, y de mantener el orden en el nivel interno, misión que suele corresponder a las fuerzas de policía. Debido al rol central que las fuerzas armadas desempeñan en el mantenimiento de la paz civil al interior de las sociedades democráticamente organizadas, es absolutamente clave que estas se mantengan neutrales frente a los diversos proyectos políticos en disputa que aspiran a acceder al poder por medio de elecciones. Si la fuerza pública toma partido por uno u otro proyecto político, se corre el gravísimo riesgo de que el poder de las armas termine siendo usado, no para proteger a todos los integrantes de la sociedad, como debe ser, sino para favorecer a unos y oprimir a otros. La politización de la fuerza pública, indudablemente, es un atentado grave en contra de la democracia.

La democracia es, o al menos debería ser, un sistema abierto e inclusivo de discusión pública, en el cual diversos ciudadanos nos encontramos para deliberar acerca de las cuestiones que a todos nos conciernen y llegar a consensos, o al menos a acuerdos parciales, sobre cómo enfrentar nuestros problemas colectivos de manera conjunta para así poder seguir viviendo en sociedad; no en perfecta armonía, claro está, pero sí en medio de una paz civil que nos permita dormir sin temor a ser atacados por nuestros conciudadanos mientras soñamos.

Para que un sistema democrático de deliberación pública sea mínimamente funcional, es indispensable que los ciudadanos que hacen parte del mismo se encuentren en una situación de igualdad considerable entre sí. No es necesario que seamos exactamente iguales los unos a los otros, pero sí lo es evitar las desigualdades que lleven a que el poder de unos sea tan grande que produzca el silenciamiento de las voces de quienes disienten de estos. Para que la conversación entre ciudadanos sea genuinamente democrática, esta debe ser, como dice Roberto Gargarella, una conversación entre iguales.

No hay una desigualdad más corrosiva para la deliberación democrática que aquella entre quienes detentan el poder de las armas y aquellos que no. Si en la discusión pública existen uno o varios sectores que son implícita o explícitamente apoyados por las fuerzas armadas, el poder comunicativo de quienes piensan diferente se ve gravemente reducido, ¿pues quién se atreve a usar el poder de las palabras y la razón frente a quien detenta el brutal poder que representa el cañón de un fusil?

Es por todo esto que resulta en extremo grave que el Comandante del Ejército Nacional, el General Eduardo Enrique Zapateiro, se haya ido lanza en ristre en contra del candidato presidencial Gustavo Petro. Y es por lo mismo que es completamente inaceptable que el gobierno nacional, en cabeza del Presidente Iván Duque y el Ministro de Defensa Diego Molano, haya optado por respaldar abiertamente a Zapateiro, en lugar de, como comandantes civiles de la fuerza pública, exigirle mantener la neutralidad institucional y ponerlo en su lugar como subordinado. Inaceptable, sin duda, aunque no sorprendente, pues el gobierno Duque ya nos ha demostrado que el orden constitucional está de último en su lista de prioridades.

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