Tipos de contenido

Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Alejandro Cortés

Piedra de papel

Te podría interesar

Elige el color del texto

Elige el color del texto

Escuchar artículo
PDF

El hecho de que en este momento una buena parte de los colombianos esté pensando a cuál candidato o candidata presidencial dar su voto no es un asunto menor o irrelevante. Con todos sus defectos, problemas, e insuficiencias, el sistema político colombiano nos permite elegir a nuestros dirigentes mediante el ejercicio del derecho al voto. Tengo la intuición de que los colombianos a veces damos lo anterior por sentado, lo tomamos como una especie de hecho natural. Pero no lo es, pues las cosas podrían ser de otra manera: vivimos en una democracia –entendida, en un sentido minimalista, como un régimen en el cual cada cierto periodo de tiempo podemos elegir a nuestros dirigentes en elecciones– debido a razones históricas, no en virtud de leyes de la naturaleza. Es por esto que siento que tengo razones para valorar y apreciar profundamente mi derecho a votar, y para ejercerlo siempre que tenga la oportunidad para ello.

Pero recientemente he venido pensando que el voto, en cierto sentido, me asfixia, como si fuera una especie de camisa de fuerza no muy fuertemente atada, que me permite moverme, pero no de las maneras en que yo quisiera. Hay múltiples candidatos presidenciales, de diferentes tendencias, posiciones, y propuestas, y eso es destacable, fundamental si se quiere. Pero, al mismo tiempo, siento que ninguno me representa realmente, que con ninguno me identifico plenamente. En las plataformas de los candidatos encuentro propuestas de distinto tipo: destacables, nobles, reprochables, loables pero inviables, perversas, peligrosas, extrañas, revolucionarias, mejor dicho: todo un sancocho de adjetivos. Es por esto que siento que el voto me asfixia: es el único mecanismo que tengo para expresar mis preferencias políticas, la única oportunidad con la que cuento para hacerlo, pero siento que es una herramienta que no me permite canalizar fielmente mi voz política.

Si de un candidato me gustan varias propuestas, pero una en particular me parece peligrosa, ¿qué debo hacer? Si me parece que un candidato canaliza unas demandas de cambio legítimas y necesarias para el país, pero me preocupa su personalidad y posible estilo de gobierno, ¿cómo debo proceder? Solamente tengo dos opciones: darle o negarle mi voto. Pero ninguna de las dos me permite realmente traducir las preferencias políticas que tengo como individuo y ciudadano en un mandato político claro. Al votar por uno u otro candidato, el voto se puede leer de muchísimas maneras: como un apoyo absoluto, como un respaldo parcial, como un rechazo hacia los demás candidatos, entre otras.

Pero el punto clave, lo que le da un carácter dramático al voto, es que los ciudadanos no podemos elegir cómo se lee e interpreta nuestro voto: si votamos por un candidato determinado porque nos parece que es el menos malo de los disponibles, nada impide que él diga que los votos a su favor reflejan un apoyo incondicional a sus propuestas y su persona. En el mismo sentido, si no votamos por un candidato debido a que, aunque consideramos que en general sus propuestas son valiosas, queremos enviarle el mensaje de que rechazamos algunos de los políticos que le apoyan, sus opositores podrán señalar que este rechazo en las urnas refleja el carácter perverso del candidato en cuestión.

“Al votar no pronunciamos palabra alguna: es como si de pronto hiciéramos ruido. Como si arrojáramos piedras”, dice Roberto Gargarella. “Puede suceder, entonces, que hagamos un ruido enorme. Pero enseguida alguien puede preguntarse qué será lo que el pueblo ha querido decir. Las explicaciones no faltarán: políticos beneficiados o perjudicados se apresurarán a llenar el vacío de las palabras, dando su interpretación y sentido final a nuestros actos”. Los votos son piedras de papel que producen ruido, pero que no mandan un mensaje claro, que comunican poco.

Y, sin embargo, el derecho al voto es lo mejor que tenemos por el momento y es necesario ejercerlo a conciencia. Al menos por ahora, mientras nuestra imaginación institucional nos permite pensar en maneras de vigorizar a nuestras democracias, si es que algún día lo logramos.

Califica esta columna

Te podría interesar