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En Medellín exiliamos el amor

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La última clase del semestre se la dedicamos a Elena Ferrante. Hablamos de los temas recurrentes en las historias de esta autora mientras notamos que, por pura casualidad, ese día solo había mujeres en el salón. Los temas que están en el primer nivel de los comentaristas son, claro está, la relación entre madre e hija; la tensión con la belleza; y la amistad entre mujeres. Si se pasa a otro nivel hay dos temas que tejen, que anudan, las historias: la violencia y la ciudad.

Los profesores solemos decir frases repetidas sobre la literatura, como que, al leer, encontramos un espejo donde nos reflejamos con nuestras realidades. Que allí nos encontramos. Y eso dicho así, suelto, parece, a oídos del estudiante, solo una oración sin mayor sentido. Entonces, abrimos el libro y aparece, en letras de una escritora que está al otro lado del mundo, una perfecta síntesis de nuestra propia ciudad:

“Soy de las que piensan que exiliar el amor de las ciudades es justamente lo que deja el campo libre al atropello económico y político. Mientras no se extienda una cultura del amor -me refiero a solidaridad, respeto, una inclinación a favor de una buena vida para todos, en una palabra, el antídoto contras las furias y contra la tendencia fácil a aniquilar al enemigo-, el realismo de la sangre y el fuego hará que los pactos de convivencia sean cada vez más provisionales, treguas para recobrar el aliento, retomar las armas y avivar del deseo de arrasar con todo”.

Así como en las ciudades que relata Elena, en Medellín exiliamos el amor. Y no, no es un asunto solo de los últimos años, como a muchos les gusta justificar. La nuestra es una ciudad que hizo del arribismo y la exclusión el motor de las violencias más crudas. Si tiramos del hilo con el que esta ciudad ha tejido su historia, en cada tramo encontraremos rastros de dolor; de furia.

Hay una curiosidad en ese párrafo de la escritora. Si en Medellín leemos “pacto de convivencia” nuestra memoria recurre a aquellos a los que nos acostumbramos: esos “pactos de ciudad” en los que poderosos de lado y lado acordaban mirarse de lejos, casi ni tocarse, para que en la capital pareciera existir una forma de “pacificación”. Nada más lejano de los pactos de convivencia a los que alude Elena.

Esa ausencia de amor en esta ciudad nos tiene, como siempre, como si la tela no se acabara, padeciendo noticias para las que ya no hay palabras: cuerpos sin vida en el río; explotación sexual; corrupción; extorsión; hurtos… Y a esto tan trágico se le suma una raíz: la ausencia de pactos de convivencia la amplificamos en lo cotidiano. Nos sentimos vulnerables ante la violencia tan cruel, pero, en el menor atisbo de ejercerla, actuamos: denigramos, señalamos, agredimos.

La ciudad que se vive desde el amor no implica ingenuidad. Solo cuando aprendamos a hacer en lo pequeño, en lo lento, en lo cotidiano pactos continuos de amor y solidaridad podremos, por lo menos, intuir un futuro más esperanzador.

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